En la cuna del hambre mi niño estaba.
Con sangre de cebolla se amamantaba.
Miguel Hernández
La crisis fundamental de los campos dominicanos, la que expulsa a los campesinos a las zonas más vulnerables de las ciudades, no es la crisis desatada por el cambio climático o por los “desastres” naturales. Es una crisis provocada por la formulación de un modelo que excluye al ser humano y a la naturaleza, cuando no pueden entrar dentro de su cálculo de utilidad.
La prensa recoge en esta semana el reclamo de un grupo de productores de cebolla de Vallejuelo, por una deuda de 119 millones de pesos que afecta a cientos de agricultores. Los bancos privados los intimaron a pagarles, como consecuencia, el Ayuntamiento local declaró el municipio en Estado de emergencia y pidió auxilio a las autoridades nacionales.
La deuda se origina por la caída estrepitosa de los precios de la cebolla en el mercado nacional, como resultado de la acción de comerciantes intermediarios. Para corregir la situación, el Estado dominicano decidió organizar un proceso de pignoración de la cosecha a través del Ministerio de Agricultura y el Banco Agrícola. La “caída de los precios” parece natural, sólo una consecuencia del negocio de los comerciantes, no hay nada ilegal, tampoco los bancos al reclamar la deuda más los intereses, todo está dentro de la norma. Y los campesinos, en la forma que canalizan su reclamo, lo entienden así.
Pero todo está atravesado por una ética, que entroniza unos valores que se han hecho dominantes, y que atraviesan toda la sociedad. Estos son diferentes de los valores de la fe, de la familia, o los de las proclamas y discursos. Desde el espacio de la fe cristiana se plantea “hagan lo que dicen los fariseos, no lo que ellos hacen”; “No es lo que se dice, es lo que se hace” decía mi abuela paterna en mi niñez. Todo se podría resumir en la expresión: Los valores centrales de una sociedad son aquellos que se cumplen.
En la sociedad que nos toca vivir, el cálculo de la propia utilidad, es el valor central. El supuesto afirma que los individuos se comportan como máquinas que calculan permanentemente cada acción en función de la utilidad que le reporta. Los teóricos los llaman homo oeconomicus. Y esa dinámica de cálculo se expresa en la llamada ética del mercado, en los valores que defiende como parte de ella, la competitividad, la eficiencia, la racionalización y funcionalidad institucional y técnica.
El mercado se ha colocado en el centro de la sociedad y por tanto sus valores éticos son los que se han impuesto. Es una ética de enunciados formales, jamás se refiere al contenido de la acción humana.
Son los valores de lo que se llama la racionalidad, muchas veces reducida a la racionalidad económica. Esta ética formal como ética del mercado está en nuestras leyes, en la constitución dominicana que, aunque violada, no se cuestiona su vigencia, que es protegida por el Estado y por sus instituciones.
Esa ética y sus valores son protegidos y vigilados, con una vigencia casi absoluta y en lo formal declara que “Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe". Por esto el deterioro, se da de otra manera. Al imponerse el cálculo de utilidad en toda la sociedad y en todos los comportamientos, se impone la maximización de la tasa de ganancia, la tasa de crecimiento y la corrección de las imperfecciones del mercado.
Esta situación genera consecuencias, y los campesinos de Vallejuelo son una expresión fenoménica. Por ejemplo: En el sector agropecuario dominicano, el otorgamiento de los permisos de importación y las acciones de negocios pueden hacerse y de hecho, generalmente se hacen cumpliendo la formalidad de la ley. No importa que se trate de las importaciones de cebolla, de ajo, de leche, de arroz, u de otro rubro. Pero cumplir la ley no impide que la acción deprima los precios internos, ni quiebre a productores, sus familias y comunidades enteras. La ley no considera que puedan eliminarse sectores productivos completos siempre que no se viole la formalidad. Esas quiebras son un efecto no deseado de la “competitividad” o de las imperfecciones del mercado.
Aparece un solo obstáculo, la necesidad de la vida. Vistos desde el cálculo de la utilidad, todas las exigencias de la vida aparecen como obstáculo, como distorsiones del mercado, son irracionalidades, son distorsiones. La urgencia inmediata, lo expresado en la necesidad sentida de los productores, es “la calamitosa situación” que castiga a la población.
Una expresión que delata la condición de la vida es: “En nuestro municipio hoy día están intimando personas, ya están perdiendo las casas. De hecho, hasta un señor murió de un infarto por la deuda. Usted sabe que los campesinos no sabemos deber dinero’’. Reconocen que en el contexto del mercado, no son aún homo oeconomicus, o quizá lo son, pero fueron declarados no competitivos.
Al hacer su cálculo de utilidad lo hicieron dentro de otra racionalidad. Sólo que esa otra lógica es la racionalidad de agregar valor con el trabajo humano, a través de la producción. Si deciden producir ajo localmente, producir cebolla localmente, producir arroz localmente, es más caro, por tanto para la ética del mercado, no es competitivo. No importa que del ajo, la cebolla, el arroz o la leche, dependan la vida de miles de familias, la seguridad alimentaria de un país. No importa que puedan seguir alimentando a las personas. Eso es una acción irracional.
Otros tomaron la decisión racional de importar y no de producir. Cuando un comerciante o ministro decide importar, no está haciendo nada ilegal, no está actuando contra la formalidad de la ética. Actúa dentro de la racionalidad del mercado. No importa que quiebren los productores de Vallejuelo, de Constanza, o de cualquier otro lado.
La racionalidad económica instalada domina la política económica. Ignora la naturaleza, la producción nacional, las relaciones entre las personas. Pero se celebra como eficiente. Lo hacen simplemente por el hecho de que eso es resultado de cálculos de utilidad de actores pretendidamente racionales.
Pensar la economía desde la racionalidad de la vida humana, y no desde el mercado, ayuda a poner las cosas en su lugar. Pero eso, también es irracional.
[1] Artículo 40 de la Constitución Dominicana.