Me voy a auto-incriminar en unos momentos.

La razón por la cual dejé de fumar es muy simple: me trancaron el juego. Las múltipes formas que el juego tiene de trancarse no son importantes. Lo importante es el hecho mismo de su trancadura.

Como sabemos, es un hecho harto conocido que los hábitos pueden ser divertidos. Este hecho no reviste peligro alguno…  Lo peligroso viene cuando sucede otra cosa: cuando el hábito se convierte en divertidamente peligroso. Que no es lo mismo que decir “peligroso” y ya…

Sobre el fumador y el tabaquismo, una imprecisa página de internet dice que los fumadores pasivos tienen de un 20 a 30% más de riesgo de padecer una enfermedad coronaria y cáncer de pulmón. “En la mayoría de los casos los fumadores pasivos son niños, los hijos de padres fumadores, con un 20% de riesgo de padecer asma, enfermedades respiratorias (30%), otitis (50%), catarros frecuentes, tos persistentes, etc.”

Yo no era un fumador caprichoso en manera alguna. Por caprichoso debemos entender a alguien que hace las cosas por un infantil deseo de preeminencia. Yo, más que bien, lo hacía por las razones clínicas y las razones íntimas que todo el mundo da para explicar las incidencias del hábito en determinado tipo de gente. Yo, que vivo perplejo, habitaba mi casa cómodamente acostumbrado al cigarrillo y daba mi vida por ser algo predecible en lo que concierne a que siempre habría uno a la mano para echarle humo a las desdichas, a la felicidad, al dolor, a la plenitud, y así. Recuerdo ese sabor a pecho en la mañana, cuando ante la calada del primer cigarrillo las costillas, y todo su lineamento hasta llegar al pecho, me daba un tirón  digno de cualquier Relámpago Hernández. Ese primer cigarrillo era el pretexto para todo… para el primer vaso de agua, para el primer párrafo, para la primera inspiración-transpiración de la mañana. La idea de la primera fumada era que fuera el perfecto pretexto para ir al baño.

Luego, iniciaba el día, con ese rechín a Marlboro con algo de comida y un toque a Colgate 12 que-sé-yo-qué cosa con que intentaba, en vano por supuesto, lavar la suciedad de mi dentadura. Y así llegaba orondo al trabajo.

Una vez allí (y lean mi currículo para adivinar de cuál se trataba) me encontraba con el típico panorama. Nada había cambiado. Aquel era un lugar hecho a la medida para eso… trabajar. Ustedes no me lo van a creer: es que un sitio así solo puede estar confeccionado a la talla del fumador. ¿Por qué? Sencillo, aquel era un lugar donde el desorden primaba desde la oficina de la presidenta hasta los pasillos por donde se paseaban los empleados más vagos. Por lo tanto, uno podía despacharse a fumar un pitillo y regresar a las dos horas y media con media cajetilla en el buche, o en los pulmones, y nadie se daba cuenta. Esto sucedía con las tareas más creativas, y con las más contemplativas por igual: encontrar esa área donde ambas áreas se entremezclan es el verdadero grial de los investigadores laborales de hoy en día.

Luego venían las horas “antes”… es decir, “antes del almuerzo”, “antes de la salida”, y así. Estas son usualmente las horas que uno llamaría las horas críticas. Criticas porque, curiosamente, a uno le dan más ganas de fumar en la medida en que el jefe anda más cerca. Y ahí comenzaba todo otra vez, solo que con mayor fiereza (de su parte) y audacia de parte de los empleados.

De todo eso emergen dos figuras: una, la de una jefa que pretendía a toda costa impedir que se fumara. Y la de un Rubén que emergía victorioso de la bruma con una hediondez tal a cigarrillo que no había mosca de sobreviviera a treinta kilómetros cuadrados.

Lo que me lleva al momento en que me inicio como fumador irredento: habré tenido unos veinticinco años de edad y me encontraba, acompañado de Martin, frente a la entrada del colegio La Salle. Le pedí un cigarrillo: ¿¡Pero tú no fumas!?, fue su única respuesta, pasándome el cigarrillo. Estábamos en la puerta de la universidad y el sol tibio nos daba a los dos en aquel atardecer de día de agosto. Recuerdo la sensación. Era como tragarse el mar. Luego de tres caladas consecutivas sin inhalar el humo lo conseguí. Yo no entendía cómo era que tenía que tragarme algo (así, tragarme), luego de inhalar. Para mí era redundante. Eventualmente pude diferenciar entre una cosa y la otra. Una, dos, tres… ahí estaba.

Era la época en que fumar comenzaba a ir en desuso, aparentemente. Lo cierto es que, de acuerdo con doña Wikipedia, que sabe mucho, los cigarrillos son fumados por más de 1.1 billón de personas, lo cual me parece francamente poco para la población completa del mundo (de alguna manera uno tiende a creer que billón no es un término ambicioso o en manera alguna abarcador, pero póngase a contar la cantidad de gente que usted conoce… y verá). “La cantidad de personas que fuma ha bajado a 3.4% por año… y las tasas de los estados unidos han caído de 1965 a 2006, de 42% a 20.8% en los adultos. Hay grandes diferencias regionales en las tasas de fumadores, con Kentucky, West Virginia, Oklahoma y Mississippi en la punta de la lista, en California, Idaho y Utah con las tasas más bajas”.

En Australia, otro gran bastión de los fumadores, la tendencia es declinante… con las cifras de hace dos años (2013) yendo de 16.1% de la población sobre 18 fumando diariamente, bajando de 22.4% en 2001. “La prevalencia del fumar es asociada con las desventajas típicas socioeconómicas, con cerca del doble de la tasa en los estratos bajos…”. En el mundo desarrollado los pobres fuman más… vaya usted a saber… Por otro lado, la Sociedad de Cirujanos Torácicos, dice que cerca de 1.1 billón de personas (o uno de cada tres adultos) son fumadores, de acuerdo con la World Health Organization. “China es el productor más grande y el mayor consumidor de cigarrillos, con más de 350 millones de residentes como fumadores”.

Un nuevo estudio publicado en la revista Adicción (Addiction) sugiere que los países no tiene excusa por lo organizar a sus ciudadanos a dejar de fumar. Hasta los países más pobres pueden hacer algo en la muerte de cinco millones de personas anualmente. Entre las medidas más populares están las llamadas en directo, el material impreso, y la Citisina: un extracto de planta que se enlaza a los receptores del cuerpo que hace que fumar sea altamente satisfactorio. También alivia los síntomas que se derivan de abstención. La citisina tiene que ganar adeptos en el mundo occidental: su uso se limita a Europa, bajo a marca búlgara Tabex.

Pero volvamos a mi caso. Aquella tarde con Martin comenzaron dos cosas. Una: la dignificación de algo que estaba haciendo por un proceso de sublevación a los mandatos de mi madre. Dos: fumar. En el segundo caso, el llevar a cabo la hazaña de fumar muy pronto dejó de ser llevar a cabo una hazaña y tragarse el humo que yo mismo hacía. En el primero, se trataba de llevar la contraria a alguien a quien a mí no me interesaba ni quería llevarle la contraria. De hecho, ahora que lo pienso, más me hubiera interesado llevarle la contraria a mi padre… pero suceden dos cosas: mi padre no fumaba, mi madre sí.

Aunque esto no es correcto en principio… mi padre sí fumaba, en un tiempo, y lo hacía como todos los fumadores… con esa entrega especial que solo tienen ellos, y que ejecutan con tanto criterio y semejante espontaneidad.

O sea, mi padre fumaba dándose al fumar.

Hasta que pasó lo que tenía que pasar-le: le dio un ACV.

Pero el condenado tenía suerte. Lo que debió haberlo dejado pasmado no hizo más que cosquillas en él. Surgió de la enfermedad como un valiente guardia pretoriano, comiendo vegetales y bebiendo jugo por un tubo, hacienda dieta y comiendo ensaladas, solo para morir, como sesenta años más tarde, de un shock digestivo… vaya usted a saber. Lo recuerdo como ahora, mirándome de reojo en una fiesta de navidad mientras yo guardaba la respiración en el cofrecito que hacía mi pequeño pecho… “Si vas a fumar, solo te digo que no quiero verte pidiendo cigarrillos”, me dijo en un susurro, casi en secreto. “No quiero oír por ahí que tienes para comprar tu ropa y no tus cigarrillos”. Él no fumaba, pero había fumado.

Fue el mejor consejo de conseguí de mi padre alguna vez

Lo cual me dice muchas otras cosas sobre fumar en aquellos tiempos del segundo período de Balaguer.

En ese tiempo fumar era algo no glamuroso porque ya estaba teñido con el aura de lo siniestro. Era, en cierta forma imprecisa, para derelictos, pero era también para contables. De alguna manera, solo puedo enunciar dos grandes clasificaciones profesionales. De ahí en adelante, se me pierden.

La otra persona, como ya he dicho, cuyo hábito, como todos los hábitos, me tocó, fue el de mi madre, quien fumaba desde… bueno, no tengo la más mínima idea. El caso es que mi madre, mezclando una falta de disciplina olímpica con la fortaleza de un hábito incipiente, se dedicó a mezclar la tristeza con el cigarrillo gracias a mi padre, y ahí comenzó su destrucción… junto con dos pastas de dulce de leche (era diabética…) diariamente.

Volvamos a la internet. El tema continúa: “cuando una mujer fuma durante el embarazo el feto debe ser considerado fumador pasivo”. Esa parte no la conocía. Entonces continúa: “entre los efectos de tabaco destacan el retraso del crecimiento intrauterino y el bajo peso al nacer de los recién nacidos”… lo cual prueba que mi madre pudo haber fumado mientras yo era niño; y el “tabaquismo materno durante el embarazo también es un factor de riesgo relacionado directamente con el síndrome de muerte súbita del lactante”, lo cual prueba que mi madre no pudo fumar cuando yo era niño… en fin.

Todo esto me lleva a dos conclusiones: si las vidas de mis padres fueran indicadores de lo que sería mi vida, estoy jodido. Tengo lo peor de dos familias… veamos. Yo tengo doble herencia fumadora, y era fumador en mi primera juventud. A mis dos padres les dieron ACVs… una fatal casualidad. Por suerte, el ACV no es algo sobre lo cual se encuentren razones hereditarias particulares. En el caso de mi madre, ella se lo provocó, y de ella heredo la diabetes.

Lo dije… heredo la diabetes. Esta, o a causa de ella, combinado con el cigarrillo y el stress, produjo un ACV Transitorio, que me dejó con un desorden mayúsculo en la cabeza y una mano derecha que se gobernaba. Sucedió un viernes mientras me preparaba para ir a El Matutino Alternativo. Me puse de pie y sentí como que el mundo se me iba… para un lado. Mi costado derecho comenzó a debilitarse. Yo no sentía nada… o, más bien, sentía una ausencia. Era la ausencia de cosas: de olor, de dolor, de sentimiento alguno.

Era, al mismo tiempo, la presencia del olvido. Todo se presentaba como olvidable, porque todo era su materia y su sustancia era lo negro; aquello se  presentaba como un pozo frente a mí, y yo ni cuenta me daba.

Era aterrador.

Delante de mí, mi familia y unos pocos amigos se aglomeraban interesados por mi salud. Poco a poco fui surgiendo de aquel marasmo de torpezas (uno, literalmente, no se gobierna), tanto de los miembros del cuerpo como de la lengua (¡Dios mío, la de disparates que dije!). De ahí surgí, como el espía de LeCarré… aunque diferente. Torpe, como dije, y aparte de eso embrutecido… una fatal combinación, si nos ponemos a ver. De ahí en adelante lo que pasó fue lo siguiente: he quedado con secuelas, que varían en magnitud y en la cobertura, y van desde lo errático de mi mano derecha hasta lo errático de mi lengua… sin dejar de lado los cada vez más cortos, pero no menos frecuentes, espacios en que me quedo pensando, totalmente en blanco.

Pero no se equivoquen… el carácter de transitoriedad del asunto le presta un hálito de inevitabilidad, en término inverso. Parece ser que en mi línea de la vida había una interrupción, pero no una parada. Al menos, así me lo dijo un psíquico. Ahora, al escribir, lo pienso más… pero, aparte de las pausas y los espacios en blanco, lo que me paro a ver es cómo llenar cada línea en términos que expresen la verdad de las palabras. Al menos, eso es lo que yo quiero pensar.

O sea, que parece que me jodí… poco más o menos.

En todo caso vivir intensamente me ha dejado con la interesante secuela del olvido no voluntario, y con algunas cosas más, que por ahora no puedo recordar.