Hace poco más de un año, en su reunión de otoño en Indonesia, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional promovieron un encuentro de ministros de Economía y Hacienda para analizar posibles instrumentos de política económica a ser usados contra el cambio climático, de donde surgió una coalición para tal fin.
Se plantearon diversas iniciativas posibles, una de las cuales podría ser aplicar un fuerte impuesto al consumo de combustibles fósiles, con miras a impulsar un cambio en el patrón de consumo.
Posiblemente el que mejor nota tomó fue el Ministro de Hacienda de Francia que, inmediatamente llegó a París, sometió una propuesta para tal fin. Al instante explotó el movimiento de los chalecos amarillos, en una serie de actos violentos que una semana antes nadie se hubiera imaginado en una ciudad como esa.
Pocos ministros se atrevieron a continuar con la iniciativa, y los que han intentado cosas parecidas en el mundo les ha ido muy mal. El impuesto fue el detonante, pero el origen de la insatisfacción venía de atrás. Movimientos sociales de naturaleza parecida han estado teniendo lugar en diferentes partes del mundo, incluso desde antes, pues la caída del gobierno de Dilma Rousseff se inició con el aumento del precio del transporte.
Existe demasiada insatisfacción acumulada en el mundo. Y para colmo, las políticas liberales han desvertebrado las políticas de protección social.
Una idea muy socorrida es que la globalización y décadas de políticas neoliberales han traído mayor pobreza y desigualdad en el mundo. Eso es media verdad. La distribución del ingreso se ha hecho más dispar al interior de cada país, pero se ha hecho mucho más equitativa mirando el mundo como un todo, pues la brecha entre los países ricos y pobres se ha atenuado.
Por lo pronto, la globalización ha sido una bendición para Asía y África donde vive el 75% de la población mundial y donde estaba la inmensa mayoría de los pobres. De las tres regiones del tercer mundo el gran fracaso ha sido América Latina.
Por un lado, los procesos sociales y tecnológicos han provocado que los eslabones más simples de producción se han ido trasladando a las regiones del mundo con abundancia de mano de obra barata, y mucho más cuando en esos países se cuenta con grados de educación razonables y están en países con cierta disciplina y respeto a las instituciones.
A ello contribuye el aumento y las facilidades del transporte que permite comenzar a producir un bien en un país, terminarlo en otro y llevarlo finalmente a su mercado de consumo final con una facilidad que antes no se concebía.
Por otro lado, la globalización ha traído consigo los movimientos de capitales y de personas. Las migraciones normalmente mejoran la vida de los que emigran y de sus familiares, pero tienden a deprimir los salarios reales de los países receptores.
En adición las nuevas tecnologías desplazan mano de obra contribuyendo a deprimir más los salarios porque muchas veces cosas que hacían los trabajadores pasan hacerlo ahora las máquinas. Mucha gente sostiene que el desarrollo tecnológico lo que va a prohijar es el surgimiento de nuevos trabajos de mayor calidad y remuneración en sustitución de los antiguos. Eso es lo que presumiblemente va ocurrir, pero no lo que ha ocurrido.
Se da la particularidad de que mejoran las condiciones de vida de los muy pobres del mundo, principalmente por la generación de empleos en los países de mano de obra barata, por los movimientos de capitales y de personas, pero se enriquecen escandalosamente los de la élite superior que generan y aprovechan esas tecnologías.
Han mejorado los muy pobres del mundo y más los más ricos. En el medio viene quedando una gran masa de población que, en los países de América, incluyendo la Latina, y de Europa y muchos de Asia constituyen la mayoría de la población.
Esos no están nada contentos con lo que ha venido ocurriendo y están dispuestos a aprovechar cualquier chispa para iniciar el incendio. América Latina está ahora mismo en el centro de estos movimientos y Chile es el mejor ejemplo.