Entre los estudiosos de la educación y la pedagogía existe consenso en que la enseñanza es una tarea compleja en la que confluyen múltiples elementos y tiene como finalidad promover el aprendizaje. De manera que la enseñanza no puede entenderse más que en relación con el aprendizaje. Y esta realidad conecta no solo los procesos vinculados a enseñar, sino también aquellos relacionados a aprender.
Sin embargo, Paulo Freire (2002) considera que los educadores tienen la responsabilidad de enseñar, pero la cuestión es saber si el acto de enseñar termina en sí mismo o, por el contrario, el acto de enseñar es solo un momento fundamental del aprender.
Nadie pondría en duda que solo se puede enseñar aquello que se ha aprendido, sin olvidar que el contenido y el tipo de aprendiz determinan cómo enseñar. Es decir, cómo aprender y cómo enseñar adecuadamente es un objetivo importante que todo docente debe tener claro y sobre ambos aspectos hay un cuerpo de conocimientos consolidado a disposición.
Enseñar es un acto complejo que no depende solo de la vocación o el deseo de hacerlo. La enseñanza se vislumbra como el acto de facilitar la construcción de conocimientos para que los alumnos los incorporen a su estructura cognitiva y los apliquen en la solución de situaciones cotidianas. Por eso, la enseñanza es pensada como una pirámide que se direcciona desde lo simple a lo complejo, para que el estudiante vaya adquiriendo los saberes de forma secuencial y que de esta manera adquiera las competencias necesarias para avanzar en el conocimiento.
En este punto es relevante tener en cuenta que tanto educadores como estudiantes son generadores activos de los resultados obtenidos y también son poseedores del control sobre las acciones realizadas para lograrlos.
Para que el acto de enseñar como proceso activo alcance los resultados buscados se deben identificar objetivos y competencias claros; seleccionar estrategias de enseñanza que permitan alcanzar estos aprendizajes; también es importante que los docentes presenten diversos recursos y oportunidades para que los alumnos logren adquirir una comprensión profunda de lo que se está enseñando; se debe orientar y guiar a los alumnos en el proceso de construcción de comprensión y, por supuesto, obtener evidencia de los aprendizajes.
Asimismo, se afirma que la diferencia entre un buen docente y un gran docente no es su experiencia o su conocimiento, sino su pasión. Pasión por el tema, pasión por enseñar, pues el deseo es contagioso y si el docente lo tiene, lo más seguro es que los alumnos también lo atrapen.
Al respecto señala Christopher Day (2006): “Estar apasionado por enseñar no consiste sólo en manifestar entusiasmo, sino también en llevarlo a la práctica de manera inteligente, fundada en unos principios y orientada por unos valores. Los docentes eficaces tienen pasión por su asignatura, pasión por sus alumnos y la creencia apasionada en que su yo y su forma de enseñar pueden influir positivamente en la vida de sus alumnos, tanto en el momento de la enseñanza como en días, semanas, meses e, incluso, años más tarde…Para los maestros que se preocupan, el estudiante como persona es tan importante como el estudiante en cuanto aprendiz”. De ahí que la mejor respuesta para la pasión docente tiene que ver con el desafío y la pasión del alumno por aprender.
Para enseñar se requieren condiciones y cumplir determinadas exigencias que hagan posible la enseñanza. Estas exigencias existen antes de que la enseñanza se ponga en práctica. De ahí la importancia de una formación inicial de calidad, cuya responsabilidad recae en las universidades e institutos superiores y de las exigencias que establezca el ministerio de Educación en los concursos que aplica para acceder a las plazas docentes.
Los buenos maestros y profesores no se consideran a sí mismos expertos ni creen saberlo todo, de hecho, son conscientes de que les queda mucho por aprender y se preocupan por mejorar sus aptitudes e incorporar nuevas habilidades que mejoren su enseñanza, para que sus estudiantes aprendan más y mejor, pues el primer desafío viene de los estudiantes. Son ellos quienes desafían con sus preguntas, sus intereses, sus conocimientos, afirmaciones o negaciones sobre los contenidos a trabajar; su percepción sobre cada maestro o profesor sobre su rol, capacidad y comportamiento.
Cuando los docentes se sienten desafiados por los alumnos con quienes trabajan es, quizás, la primera actitud democrática que se puede poner en práctica para generar condiciones y disposiciones de aprendizaje para ambos actores.
En la actualidad, los grandes retos de los docentes deben orientarse en las siguientes direcciones, para desarrollar procesos de enseñanza y aprendizaje de calidad:
1. Enseñar a buscar, para poder investigar con discernimiento en una oferta desbordante;
2. Enseñar a entender captando la esencia de los conceptos, relacionando causas y consecuencias, infiriendo conclusiones de interés e integrando lo aprendido en los conocimientos que ya se tienen.
3. Enseñar a aplicar el sentido crítico para discernir, para matizar, para avanzar, y aplicar dicho sentido crítico a sí mismo y a su propia actuación personal.
4. Enseñar a comunicar, a expresar las propias ideas en un marco abierto al diálogo y al respeto mutuo.
Para lograr estos cuatro aspectos básicos cada docente, en función de los objetivos de la materia o área que imparte y del tipo de alumnos a los que enseña, deberá reflexionar acerca del modo más oportuno para alcanzarlo.
Adicionalmente, el componente afectivo en el proceso de aprendizaje no es algo que deba limitarse a la enseñanza inicial y primaria; un profesor que aprecia sinceramente a sus alumnos, siempre sabrá encontrar la manera de ayudarles en su desarrollo personal e intelectual.
Enseñar y aprender es una estrategia que funciona. La relación personal profesor-alumno beneficia a ambas partes y ayuda a aprender a ambos. El profesor debe enseñar a los estudiantes a aprender. Y los estudiantes deben enseñar al profesor a enseñar mejor, ya que la enseñanza efectiva se deriva de la calidad de la relación entre el maestro y el alumno.