El escándalo del Caso Coral no admite que se continúe considerando intocables a los militares. Si ese descarado pillaje sucedió en el CESTUR y el CUSEP hay sobradas razones para sospechar que el resto de las 45 direcciones y dependencias de la estructura militar están viciadas de corrupción. Eso requeriría una contundente profilaxis. Una auditoria financiera para el periodo 2010-2020 que inició en febrero la Contraloría General de la Republica podría arrojar luz sobre el camino a seguir. Mientras, conviene ponderar la opción estratégica de la total abolición de los cuerpos castrenses.
Análisis anteriores han señalado que la corruptela de las Fuerzas Armadas no es solo culpa de su oficialidad. La estrategia de atomización de los mandos militares seguida por el PLD puede haber conjurado el peligro de los golpes de estado y, en ese sentido, haber fortalecido la democracia. Pero ha sido la clase política que, para ganarse la lealtad de sus comandantes, ha catapultado la corrupción militar. Entre la oficialidad militar y los dirigentes políticos ha existido una conspiración paralela, un siniestro contubernio para canibalizar las finanzas públicas.
Para enfrentar las malas prácticas de la clase política se ha dado el trascendental paso de nombrar un Ministerio Publico independiente. Aunque con comprensible lentitud, la PGR ha estado destapando varias ollas de grillos y ha sembrado esperanzas de redención. No ha quedado claro, sin embargo, si el presente gobierno será capaz de emprender similares acciones respecto a la clase militar. Ese estamento parece estar protegido por las alianzas políticas del partido de gobierno y circula la información de que dichas alianzas protegen a altos oficiales del anterior gobierno –quienes amasaron enormes fortunas y siguen ostentando altos mandos militares.
Hasta ahora no se percibe una estrategia deliberada de parte del actual gobierno para arrancar de raíz las prácticas corruptas de los mandos militares. Aunque se ha procedido a poner en retiro una gran cantidad de oficiales generales y subalternos, faltaría otra enorme cantidad para ajustar los rangos a lo señalado por la Ley Orgánica (No.139-13) de las Fuerzas Armadas. Pero solo una persecución firme y decidida de las malas prácticas podrían hacerle mella a la corruptela. Con un ministro de Defensa que acude al Congreso para pedir que se restablezca la vigencia de los tribunales militares de antaño no parece posible que se pueda montar el requerido esfuerzo.
Ese esfuerzo tendría que obedecer a una estrategia publica y deliberada que sea refrendada por todos los partidos políticos y la sociedad civil. Habría que consensuar un Pacto Cívico-Militar y hoy día las condiciones no están dadas para conseguir una estrategia salvadora. De ahí que sea racional y sensato, como medida alternativa, evaluar la posibilidad de abolir las Fuerzas Armadas como lo han hecho hasta ahora 31 países (aunque por diferentes razones). La medida obedecería al grado de complejidad y factibilidad que tendría cualquier otra estrategia para enfrentar la corrupción e imponer la profesionalidad con probidad en las instituciones castrenses.
De todos modos, cualquier estrategia deberá sustentarse en una visión de las amenazas que se ciernen o podrían aparecer contra la seguridad de la nación. En un mundo convulso y cambiante, estas pueden ser múltiples y de diferente naturaleza, requiriendo la identificación de aquellas que podrían requerir el uso de la fuerza militar para neutralizarlas o reprimirlas. Bajo las presentes circunstancias geopolíticas es dable concluir que la única amenaza de ese tipo podría provenir de nuestra vecina nación (Haiti). Esto así porque las malquerencias históricas que se manifiestan en una animadversión de una gran parte de la población contra la otra nación pueden llevar a un enfrentamiento armado. En la región no existe otra (potencial) amenaza ni con Cuba, Puerto Rico, Venezuela o ninguna de las demás naciones que componen el Caribe y Centroamérica. Por ahora las relaciones con esas otras naciones no presentan amenaza alguna, aunque recientemente ha salido a la luz de que una vez la Fuerza Aérea cubana estuvo a punto de atacarnos. Los dominicanos se sienten más amenazados por la delincuencia común, un reto interno de seguridad de competencia policial.
Si juzgamos por agresiones pasadas, las dos naciones que nos han invadido anteriormente son Haiti y los Estados Unidos. En el primer caso la posibilidad de que eso se repita es extremadamente remota, por lo menos con una avanzada militar. Haiti ha restablecido su ejército recientemente, pero solo tiene unos 500 efectivos enfocados en garantizar el orden público actualmente. Frente a nuestros 64,000 soldados de las tres ramas militares, el vecino país no podría darse el lujo de agredirnos. Respecto a los Estados Unidos quienes no podrían responder somos nosotros. Dado su enorme poderío militar, si esa nación se ensaña contra nosotros no valdría la pena hacerle frente con fuerzas convencionales.
Si son remotas las posibilidades de una agresión militar por algún país del hemisferio tambien lo son que provenga de fuera de él. Firmado en el 1947, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca de la OEA estipula que “un ataque armado por cualquier Estado contra un País Americano será considerado como un ataque contra todos los Países Americanos, y, en consecuencia, cada una de las Partes Contratantes se compromete a ayudar a hacer frente al ataque en ejercicio del derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva.” Ante un ataque de fuerzas extracontinentales, por tanto, seriamos auxiliados por todos los demás países americanos, incluyendo Estados Unidos. Además, con este último país podríamos, tal y como lo han hecho Corea del Sur, Taiwán y Japón, firmar un tratado de defensa mutua que refuerce nuestra seguridad.
De manera que el único ataque previsible que merece preocupación es el de Haiti. Para eliminar esa posibilidad conviene entonces que nuestros dos países firmen un Pacto de No Agresión –más allá del Tratado de Paz, Amistad, Comercio, Navegación y Extradición de 1874—que implique la abolición de las fuerzas armadas en cada país. En tal sentido, el orden público estaría respaldado solo por las fuerzas policiales respectivas. Si la mitad de los efectivos militares con que contamos actualmente se transfieren a la Policía Nacional reforzaríamos así la seguridad ciudadana. Y los dos millones de ciudadanos que poseen armas de fuego significan un valladar adicional contra cualquier eventual invasión haitiana.
Naturalmente, la anterior medida implica un programa de absorción de ese personal extra que tomaría tiempo y tendría que ser concatenado con los esfuerzos de la Reforma Policial actualmente en curso, incluyendo su regionalización. La otra mitad de los efectivos militares desvinculados tendría que ser absorbida por la burocracia estatal y/o pagársele unas prestaciones que les permitan reubicarse dentro del sector privado de la economía. La factibilidad de la abolición está determinada por la aceptación de la medida por parte de los estamentos militares y el trato implícito en la desvinculación tendrá mucho que ver con la actitud que estos adopten.
Los mandos militares, sin embargo, tendrán que admitir que su única tarea de importancia en el presente es la detención de la inmigración ilegal (y el narcotráfico) por nuestra frontera con Haiti. Tendrán que admitir además que en eso han fallado estrepitosamente, a pesar de las docenas de veces que la frontera se ha “reforzada” con miles de efectivos militares. (La vox populi dice que los oficiales asignados a la tarea están motivados solo por su progreso económico personal.) La única otra tarea de importancia es la de auxiliar a la PN en materia de orden público, algo de lo que se puede prescindir si la abolición acarrea la propuesta transferencia de personal.
Si los pasos propuestos parecen difíciles de lograr, más difícil resultaría cualquier otra estrategia que se adopte para acabar con la corrupción en nuestros cuerpos armados. La clase política tiene ahí un mayúsculo reto, aunque limpiarse a sí misma posiblemente sea un reto mayor. Siendo nuestro un país eminentemente turístico, la sociedad civil debe comenzar la tarea por exigir que se desmilitaricen los ministerios y otras dependencias estatales donde hasta para que cualquier visitante pueda parquearse hay capitanes del Ejercito denigrando el uniforme. ¡Dejemos atrás al trujillismo y los residuos de la montonera!