En la sociedad dominicana, la justicia y con ella, el Poder Judicial, es el velo de la seducción y la mentira. A pesar de que en la historia de este poder del Estado ha sido siempre el más borroso, el más vicarial, hoy acusa, como relámpago sempiterno, la macula más oprobiosa de la aporofobia. La aporofobia es el rechazo al pobre, es la génesis y secuela de la discriminación. La justicia es costosa y lenta en el tejido institucional dominicano.
Hablar de justicia, es considerar la cantera de la paz, es la posibilidad de hacernos humanos, pues allí donde sucede un conflicto, ella, asumiendo su rol, reflota para poner el orden, la balanza. La justicia debería igualar, donde prevalece, a los ciudadanos en los territorios. Se constituye en el verdadero contrapoder en un estado democrático de derecho, pues está llamada a que se haga cumplir las normas y reglas establecidos en una sociedad determinada.
Cuando la justicia no impera, el alba primitiva de nuestro origen evolutivo vuelve a su fase primigenia. El ser humano comienza a degradarse y se retrotrae a la barbarie. Los signos de interacción social, de las relaciones sociales, se enmarañan, se enervan en la conflictividad. La cohesión social se distancia de nuestra vida social, de nuestra vida en sociedad. Los proyectos personales y colectivos se afligen, se constriñen, en el síndrome de la desesperanza.
La confianza desaparece y da pábulo a que determinados actores sociales, que antes se encontraban en una vida pabilosa, comiencen a despertar. La justicia es el articulador, el puente necesario de los factores institucionales que gravitan en la sociedad, para que las cosas se hagan a la luz del cuerpo doctrinario concebido como tal. Allí, donde ella se presenta como sesgada, como secuestrada, capturada, por determinado poder fáctico, deja de ser el espacio de armonía y de la búsqueda de las mejores soluciones para el cuerpo individual y colectivo. Su ausencia, su no aplicación, desnuda el alma y nos visibiliza como una sociedad que no puede encontrar su desarrollo. La justicia no puede anidarse en un carácter corporativo, merced a la politización. La buena gobernanza judicial ha de estar imbuida como el termómetro de la verdadera veeduría institucional, en la que la corporativización-politización no tenga el más mínimo resquicio de realización.
Su no aplicación es lo que da fuerza a la anomia institucional en que nos encontramos. No hay justicia para los políticos corruptos de la alta jerarquía partidaria y funcionarial. ¡Es la parodia en que nos encontramos actualmente con el caso de ODEBRECHT! Una justicia subordinada al Poder Ejecutivo en todas sus dimensiones y variedades. Ella responde al juego de ajedrez en la taberna donde varios taimados deciden el ciclo de la vida de muchos desviados, para dejarlos descompuestos, finalmente, con la moral social.
La justicia nuestra no está sirviendo de freno cuando se trata de la problemática de la corrupción, de la delincuencia política. Hay que destacar que el Ministerio Público, que en su artículo 169, establece “Definición y funciones: El Ministerio Público es el órgano del sistema de justicia responsable de la formulación e implementación de la política del Estado contra la criminalidad, dirige la investigación penal y ejerce la acción pública en representación de la sociedad”; no está coadyuvando con el Poder Judicial. Es una verdadera pantomima lo que viene haciendo en materia de lucha contra la corrupción (OISOE, Tucanos, ODEBRECHT, Los 3 Brazos, el CEA, Darío Contreras, LAJUN). Simulacro, falsía y comedia de mala estirpe para no ir a la esencia de los actores principales de los delitos cometidos.
Nos encontramos con males de raíces profundos: 1) Una cultura de la gratitud infausta, proclive a quien lo nombró y no a la sociedad; 2) Actores que son hoy por hoy, políticos togados; 3) Un Consejo de la Magistratura integrado por 9 , donde 7 son militantes políticos, no consagra de manera meridiana la inamovilidad de los jueces de la Suprema, a partir de las evaluaciones para su nueva consagración en tan alto órgano institucional; 4) La calidad de los actores políticos con respectos a los valores de la democracia; 5) El diseño institucional de la organización del poder, como pesos y contrapesos; 6) Llegar a las Altas Cortes solo exige ser abogado con 12 años de graduado. No exige ejercicio, no exige un prestigio profesional acreditado como tal, personalidades reconocidas como expertos del área. Una conducta personal moralmente intachable y el necesario equilibrio psicológico.
Un Estado social democrático de derecho no puede desarrollarse si no existe su correlato: una arquitectura institucional que lo sostenga, que le dé sustancia y que vehiculice todas las diferencias entre los distintos actores de la sociedad, las controversias y que disminuya significativamente las barreras del poder arbitrario del Ejecutivo. La justicia es el factor institucional del control del poder, sobre todo, al Poder Ejecutivo y por lo tanto ha de actuar siempre con equidad e imparcialidad y en defensa de las garantías fundamentales, consagrados en el Artículo 68 de la Constitución de la República.
A menudo, nos encontramos con expertos que nos dicen que no les preocupa cómo se vertebró la arquitectura institucional de la justicia en los últimos años, sino como ellos le confieren con sus acciones y decisiones la legitimidad democrática. Una legitimidad democrática que ha de derivar directa o indirectamente de la reciedumbre ético moral que acompaña a los actores judiciales: ciudadano probo, de conducta intachable. Eso, en sí mismo, hace que más allá de los intereses corpóreos que lo gravitan, quedan trascendidos en la propia flagelación de su mundo interior, de sus contradicciones internas, florece lo positivo, en función y beneficio de la sociedad. Las disfunciones y patologías que hoy afloran y caracterizan al mundo judicial, no es más que el síndrome del poder, de la figura presidencial, en un hiperprensidencialismo atroz, más omnisciente y omnipresente que Dios.
El presupuesto a favor del Poder Judicial, a la luz de la ley, debería ser 2.66% del presupuesto cada año. Sin embargo, esto nunca se ha cumplido. Es más, éste es el único país donde el presupuesto del Poder Judicial es igual al del Poder Legislativo. El Poder Judicial tiene 679 jueces y 6,780 empleados. En cambio, los diputados son 190 y los senadores 32. El presupuesto del Poder Judicial es RD$6, 872, 202,828 y el Legislativo RD$6, 101, 737,170. El Poder Judicial tiene que estar en todas las provincias y en los grandes municipios, con cientos de tribunales en sus diferentes modalidades: de Paz, de Primera Instancia, Corte de Apelación. La captura se enlaza en la materialidad y en la propia dinámica de la inexistencia real de un presupuesto a la luz de las necesidades. El Poder Ejecutivo asigna en detrimento de la Ley que cubre al Poder Judicial.
Tenemos filtros institucionales que acogotan en la praxis a la justicia, denegando en sí mismo la imparcialidad, elemento nodal del principio estructural y existencial del equilibrio de una sociedad democrática. Cuando no se asume la justicia como control es como si un psiquiatra conociendo que varios pacientes tienen trastornos psiquiátricos como: trastornos sociopáticos, personalidad limítrofe o borderline, personalidad orgánica o explosiva, trastornos bipolares, psicosis breves, esquizofrenia, paranoia; si no busca, si no encuentra el diagnóstico correcto, los pacientes se pueden suicidar.
Sin la justicia, sin su adecuada eficiencia y efectividad los factores institucionales del tejido social no pueden operar con la necesaria articulación de la confianza. Opera, entonces, el abuso de poder y la opacidad, preámbulo para que los actores subalternos den los pasos para buscar salidas extra institucionales. ¡Caos institucional gritan los que han mantenido el pandemónium institucional, la barahúnda corporacional, para poder decidir en esta desvergüenza de la delincuencia política. Hay una desconfianza al poder judicial que se ha ido degradando en los últimos 6 años. Urge el imperio de la ley y que nadie este o se encuentre por encima de las mismas!