Cuando era pequeño, siempre fui muy inquieto. Mi padre notó esta curiosidad y decidió recopilar algunas de mis reflexiones en un artículo que fue publicado en la revista Tín Marín cuando tenía apenas siete años. Recuerdo haber imaginado un mundo sin colores y, por alguna razón, pensar que este mundo sería gris.

Una de las principales razones por las cuales decidí estudiar Economía fue precisamente esta inquietud. Mi mente se atormentaba con preguntas como: ¿Por qué Cuba es pobre y Estados Unidos es rico? ¿Por qué Santa Claus y los Reyes Magos hacían regalos a los niños según su clase social? A mí me tocaba una consola de videojuegos, mientras que a un niño de un barrio le correspondía, en el mejor de los casos, un juguete de plástico de 25 pesos gracias a donaciones externas. ¿Por qué algunos tienen la capacidad de hacer realidad sus deseos, mientras que otros los persiguen sin alcanzarlos?

Esta desigualdad que percibía tiene raíces filosóficas. John Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno, planteó que, en el estado natural, todos somos iguales. Sin embargo, al abandonar ese estado y crear sociedades, y con ellas el dinero, se genera desigualdad. Si una persona, en estado de supervivencia, obtiene solo una manzana al día, debe trabajar constantemente para alimentarse. Pero, si decide recolectar un excedente y utilizarlo para intercambiar con otros, crea una ventaja comparativa (como planteó David Ricardo) sobre quienes siguen la regla de obtener una manzana diaria. Esto genera una desigualdad en la que el acumulador controla el acceso al recurso, subordinando a los demás a sus condiciones para sobrevivir. Cuando asignamos valor en el tiempo a los productos y servicios, los desnaturalizamos y los convertimos en propiedad privada. En una sociedad con propiedad privada, la desigualdad nunca desaparecerá. Aun cuando los trabajadores se esfuercen más que sus patrones para acceder a los recursos, en el momento en que logren superar a sus superiores tomarán su lugar y dominarán al resto. El ciclo continúa, nunca termina.

Los Estados funcionan de una manera un poco diferente. Cuando tenía siete años, no pensaba en si Cuba tenía petróleo, gas natural o algún recurso valioso. Lo que sí tenía claro era que había millones de personas iguales a mí. Soñaba con un mundo en el que cada país fuese un planeta distinto y para viajar de uno a otro hubiera que usar cohetes y naves espaciales. Sin embargo, lo más fascinante no era solo esta idea, sino la similitud de los países con las estrellas: cada una cumple su función en la galaxia y, por más pequeña o tenue que sea su luz, todas juntas conforman el cielo estrellado. El poder, la riqueza y la igualdad de las naciones tienen diversas interpretaciones teóricas en la economía. Hay quienes dicen que la riqueza de un país depende de sus recursos naturales; otros insisten en que radica en su poder militar, y algunos, ya un poco anticuados, defienden que reside en su capital humano. Sin embargo, todas estas posturas emergen de la misma línea de sucesión en el pensamiento económico, buscando responder una pregunta fundamental: ¿qué hace a un país rico? o ¿cuál es la verdadera riqueza de una nación?

Esta cuestión ha sido la base de las principales corrientes del pensamiento económico a lo largo de los siglos y ha marcado la evolución de las teorías que han gobernado imperios y territorios. No se ha tratado de una superposición de unas ideas contra las otras, sino que han ido evolucionando dentro de la misma corriente del pensamiento económico. La economía moderna integra todas estas variables, pero prioriza aquellas que han demostrado generar crecimiento a largo plazo.

El poder y la riqueza de las naciones han sido objeto de múltiples teorías económicas. El mercantilismo (siglos XVI-XVIII) sostenía que la riqueza de un país dependía de la acumulación de metales preciosos como herramienta de comercio con otras naciones. Para los mercantilistas, un país era más rico si su balanza comercial era favorable, es decir, si exportaba más de lo que importaba.

A este pensamiento le sucedió el enfoque clásico (siglos XVIII-XIX). Adam Smith, considerado por muchos el padre de la economía, desafió el mercantilismo en La riqueza de las naciones y argumentó que la verdadera riqueza de un país radicaba en su capacidad productiva. Para Smith, la especialización y el valor humano eran fundamentales, e introdujo la idea que aún hoy se mantiene como base del pensamiento económico: el libre mercado y la "mano invisible", según la cual el mercado se autorregula a través de la oferta y la demanda, sin necesidad de intervención estatal.

Este gran movimiento fue seguido por una teoría económica y filosofía que transformó la geopolítica mundial y convirtió al mundo en un ente bipolar: el marxismo. Karl Marx, en El capital, invoca un paraíso en la tierra, un manual que evocaba la utopía de Tomás Moro, pero con la diferencia de que consideraba que esta era factible y que debía alcanzarse mediante la sublevación del proletariado contra los patronos.

Por ello, el marxismo es una de las filosofías más idealistas jamás escritas: una novela con final feliz, pero irreal. Como señala Jesús G. Maestro: "El marxismo es la definición perfecta del idealismo kantiano alemán". Según Marx, la riqueza de las naciones se basaba en la explotación del trabajador, y, por tanto, las riquezas debían pertenecer a quienes las producían.

A finales del siglo XIX y principios del XX, los pensadores neoclásicos centraron su análisis en la asignación eficiente de recursos y el equilibrio de mercado, enfatizando la utilidad y la productividad del trabajo y el capital, insinuando que la riqueza se basaba en la eficiencia de la asignación de recursos.

Después, John Maynard Keynes, en Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936), argumentó que la riqueza de un país dependía de la demanda agregada y el empleo. Propuso que el Estado debía desempeñar un papel activo en la economía para estabilizar el ciclo económico y fomentar el crecimiento.

Posteriormente, economistas como Robert Solow (modelo neoclásico de crecimiento) destacaron la importancia del ahorro y la inversión en capital físico, mientras que Paul Romer y Robert Lucas resaltaron la innovación, la tecnología y el capital humano como motores del crecimiento. Más recientemente, Daron Acemoglu (Nobel de Economía 2024) y Douglas North han demostrado que las instituciones políticas y económicas sólidas son fundamentales para la prosperidad de un país, como argumentan en Por qué fracasan los países (2012).

Si algo distingue la evolución del pensamiento económico es que cada gran teórico ha aportado una visión única y original a las anteriores, pero como adición a lo ya propuesto. La riqueza de una nación depende de múltiples variables. Un país donde las instituciones funcionan es un país donde el progreso es posible: donde se castiga lo malo y se incentiva lo bueno; donde las personas pueden planificar a largo plazo y realizar estos planes en su propio país; donde su juventud no tenga la necesidad de emigrar por falta de oportunidades; donde la corrupción se castiga severamente; donde los impuestos son retribuidos en servicios públicos de calidad; donde la educación incite a nuevas ideas y debates y donde se investiga y se innova.

Un país donde estas cosas están presentes es un país rico. Es una nación donde el progreso es inevitable.

Es cínico quien niegue que todos los países debieran tener el mismo derecho a la riqueza, que todos los seres humanos merecen una vida digna, y no la obligación de vivir en la miseria y de manera deprimida, restringidos por el capital. Sin embargo, lamentablemente, aunque este pensamiento resida en la fuente de nuestros deseos, es una idea como la belleza del mundo de las ideas de Platón, inexorable del plano irreal, una utopía. Ninguno de nosotros elige el país, la época o la condición social en la que nace y en la que pasará sus días en esta tierra. Algunos nacen con fortuna, al igual que algunos países han sido bendecidos con recursos naturales.

Lo que sí podemos controlar es de qué manera vivimos nuestros tiempos y cómo enfrentamos nuestro transitar por las veredas de la vida, tanto en la adversidad como en la bonanza. A lo largo de la historia, los períodos de prosperidad, creatividad y bienestar han sido más duraderos que los tiempos de guerra, discordia y crisis. El mundo está hecho para el triunfo, la victoria y la prevalencia del bienestar sobre la violencia, el desamor y el terror. Pues, inalterablemente, más temprano que tarde, siempre llega el día en que el sol se levante sobre el equinoccio, para brindarnos luz a todos, sin discriminación.

Amadeus Belliard

Estudiante de economía

Escritor. Estudiante de Economía, Ciencias Políticas y Filosofía por la University of Pittsburgh, Estados Unidos. En el año 2022, publicó su primer libro de aforismos, Ermitaño de la montaña.

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