Sí, es cierto, en Venezuela predomina un régimen de opresión en el que Maduro es la a y la z. La disensión tiene voz, pero no eco y las instituciones son burdas parodias. También es cierto que Venezuela sufre una crisis honda, compleja y con apremios humanitarios. Es un hecho inequívoco que la economía ha sido sacudida en sus bases frente a una impericia patética de gerencia pública. No menos cierto es que el régimen de Maduro ha creado una plutocracia disoluta y vigorosa soportada por una oficialidad militar obscenamente corrupta. Sí, estamos de acuerdo, pero no es justo y honorable decir o creer que la oposición política (rota, recelosa y prejuiciosa) está descargada de toda culpa y que ha respondido con igual dignidad a las inmolaciones de miles de jóvenes en las protestas callejeras.
De doce partidos que en sus orígenes conformaban la Mesa de la Unidad Democrática (principal eje opositor que en el 2015 obtuvo las dos terceras partes de los escaños en la Asamblea Nacional), hoy, vuelta añicos, apenas da señales de vida. Cada dirigente desconfía del otro. Nadie ha querido ceder en una oposición arrimada y sin estrategias. Todos guardan sus cartas marcadas considerando con recelo la posición de sus intereses frente a Washington para “el día después”. Henrique Capriles, quien ya no habla en nombre de su partido, Primero Justicia, y Henri Falcón, favorecen una solución electoral. El Partido Voluntad Popular, de Leopoldo López, está dividido en la estrategia, aunque su líder no está de acuerdo con una intervención militar. Los dirigentes exiliados Ana Corina Machado y Antonio Ledezma, vistos con ojerizas por algunos locales, son de posiciones duras y frontales, mientras un núcleo duro de la derecha critica impenitentemente el “oportunismo” opositor. Primero Justicia y un partido más pequeño llamado La Causa R forman una estrategia unificada. Esa oposición dispersa y quebrada por sus celos y desencuentros hoy quiere que Washington le resuelva su problema a la “vieja manera”. Sí, me dirán que el punto ahora es salir de Maduro, sin reparar en la ortodoxia de los medios. Ese es el razonamiento de bajo techo que siempre ha regido los procesos sociales y políticos de la región: el hoy, la provisionalidad como verdad definitiva, como si la dinámica de los hechos no pudiera crear en el futuro un cuadro parecido que buscaría igual solución y refugio. Lo pletórico es escucharlo de gente “pensante” dominicana que ha crecido bajo la memoria de dos intervenciones militares canonizadas por algunos sin empachos.
Leo día a día la prensa venezolana. Analizo, a veces crispado, la opinión de los principales intelectuales de la región y algunas cajas de resonancia de los dos bandos. Me queda el sopor del desgano. América Latina no acaba de aprender. Siempre buscando atajos y por la vía más cómoda: que Washington “resuelva” a como dé lugar. Luego nos quejamos de ser el patio trasero de los Estados Unidos, cuyo gobierno no ha estrenado una agenda distinta para la región. Por eso merecemos el trato que nos dan: ciudadanos parias detrás del muro. De hecho, Trump no ha visitado personalmente ningún país del subcontinente ni siquiera en ocasión de eventos estratégicamente notables como la Cumbre de las Américas, la toma de posesión de Bolsonaro o la de López Obrador. América Latina ha sido y es un fastidio para el Pentágono, por eso su política ha permanecido fosilizada, bordada por la rancia retórica de la imposición como resabio de viejas hegemonías coloniales. A Trump, ignorante en política exterior, con un liderazgo mundial relegado y vapuleado por las presiones domésticas, le gustaría usar esta crisis para lo que sí sabe hacer: ruido pirotécnico y pasarelas de cara a un eventual juicio político y a una reelección. Por eso sacó del armario a un viejo halcón, Elliott Abrams, de una historia negra en la intriga del poder, apoyado por un plantel de línea dura: John Bolton, Mike Pompeo, Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone. Putin, como líder del nuevo orden global, confirmaría, con su intromisión, ese liderazgo de titanio que cada día los yerros de Trump fortalecen. Le vendría muy bien mangonear en la misma vecindad de los Estados Unidos. De esta manera Venezuela es un plato servido para todos los gustos. Cada quien quiere despacharse con su porción. Y el pueblo llano esperando epifanías redentoras.
He leído a intelectuales liberales y conservadores apostando por una solución de fuerza, rápida y contundente, tipo Noriega. Otros disimulan esa intención al amparo de una “evolución” del concepto de la “no intervención” según los imperativos y contingencias del orden mundial. Claro, el derecho es flexible y polivalente: lo que hoy es, mañana tal vez. Un quebradizo instrumento de la política.
Validar una acción militar, un golpe de Estado, una acción de hecho o un asalto de poder por un Estado extranjero es una primitiva regresión, aunque se invoquen las razones más cristianas. Lo pueden disfrazar de cualquier motivo, pero es una violación al orden internacional, venga de donde venga: Rusia o Estados Unidos. ¿Quién pagará el enorme costo de una guerra civil? Revivir ese pasado es antihistórico. Redimir ese modelo es nefasto. ¿Que de cualquier manera en Venezuela mandan los intereses de Cuba? Sí, justamente esa debe ser una premisa incondicional de la negociación: sacar cuanto antes toda fuerza de seguridad, inteligencia o de apoyo ideológico extranjero.
En Venezuela se ha desatado una avalancha de constitucionalistas, defendiendo cada quien la legalidad de su líder. Hay argumentos à la carte, algunos construidos con puros sofismas. A partir de esa guerra ociosa de teorías las dos cabezas son ilegítimas. Los motivos que le sobran a uno le faltan al otro. En un ambiente tan polarizado se perdió razón, confianza y dirección. No hay poder que no esté contaminado. No se admiten posiciones intermedias. O se está a favor o en contra… y punto. En ese clima de sorda intransigencia se necesita arreciar las presiones y en paralelo poner en marcha un proceso de negociación con arbitraje internacional para abrir una transición que facilite, con las debidas garantías, la convocatoria a elecciones totales, organizadas, celebradas y computadas con rigurosa vigilancia internacional. Es un proceso más tardo y complicado que un asalto sorpresa, tipo Bin Laden, diseñado en el Pentágono y ejecutado por la CIA, pero ese es el costo de vivir bajo las apariencias democráticas: respetar sus formas por aquello de que lo que va viene. Una solución quirúrgica como esa le agradaría bastante a una oposición apocada, pero pedir a un gobierno extranjero que haga lo que ella por torpeza, conveniencia o desconfianza no ha hecho (y no digo que sea necesariamente el caso) es poco honesto. Creo en la posición de México y Uruguay y valoro el hecho de que dos países de la región hayan abogado por la racionalidad, esa que para muchos es la posición del madurismo. Sin considerar las etiquetas que esta adhesión pueda provocar ni los prejuicios que pueda levantar, me voy por la negociación sin debilitar la presión internacional. Al final importa más la vida que los intereses, y ya Venezuela ha derramado mucha sangre. ¿No es suficiente?