Pudo haber sido un vendedor callejero más de cualquier esquina rutilante de Londres, Moscú, Tokio, Washington, Berlín, Nueva York, Las Vegas, Buenos Aires, Santo Domingo, o Cucamonga, California. Pero su sombrero de ala corta y su bigote al estilo Clark Gables halaban más que las dos ruedas de una carreta. Tan fuerte como el olor de su tierra bendita después de un aguacero.
Tuto, así lo conocían todos en la confluencia de las calles Sánchez, Carrión Maduro y Pavía, en el corazón de Santurce, en el Puerto Rico de antes de María del 2017, durante la locura existencial de los años 70. Entonces, los residentes de la Isla del Encanto discurrían su rutina con total despreocupación y dando por seguro y satisfechas la estabilidad, las necesidades básicas y las garantías del Tío Sam.
Por un extraño axioma, su figura llegaba y salía con el calor intenso del verano. Nunca reveló su verdadero nombre. Jamás nadie le preguntó. Menos aún lo dijo a alguien. Todos los estudiantes de un colegio cristiano cercano realizaban una escala forzada en la vieja casona destartalada donde residía, para aliviar con un “limber” (helado típico puertorriqueño), la sed que agobiaba a la hora del recreo o a la salida del plantel.
Sin embargo, el deleite fundamental de todos los que allí acudíamos consistía en saborear una exquisita dosis de agua de coco bien fría. Su técnica era enfriar el coco en una nevera horizontal. De allí, escogía el más propicio y lleno del preciado líquido, debidamente higienizado, para servirlo con un estilo gourmet al cliente de turno, a un precio que oscilaba entre los 30 a 45 centavos de dólar. Se surtía del área de Boca de Cangrejos o el municipio costero de Loíza.
Pero Tuto no sólo era diestro en la atención al público. También manejaba con destreza un machete enano, parecido a una mocha pero más fino, bastante afilado. Con el coco en una mano y el arma cortante en la otra, picaba por un extremo la corteza del fruto del cocotero. Luego, extraía la pasta blanca, blanda, dulce y agradable. A veces se alteraba ya que para él ello significaba doble trabajo y en el peor momento: la hora de su siesta.
Con su cara redonda, estatura media, pelo crespo, ojos saltones con fondo blanco, de pupila negra, dientes blancos y grandes, y el color heredado de África por los cocolos de Loíza Aldea, Tuto el coquero era introvertido y sufría cambios de ánimo. A veces hablaba demasiado; y otras, había que sacarle las palabras. El tema de las mujeres lo emocionaba y asumía con entusiasmo velado, pero evadía los asuntos de la política criolla. A veces se tomaba una cerveza India o Corona, para “entonarse”, según él.
Lo que más alteraba a Tuto eran los apagones. La falta de energía eléctrica mermaba sus ingresos. Cuando ocurría, solía cerrar el rancho y colocar por fuera de la puerta principal un letrero que rezaba: “Hoy no hay coco ni helados, por falta de luz.” Ello despertaba sospechas porque en las casas cercanas había servicio. Así que concluíamos que se la suspendían por falta de pago.
Hoy, Puerto Rico atraviesa por un momento material y emocional difícil. Tuto es un recuerdo en el horizonte del pasado. La naturaleza ha igualado las necesidades a todos, y persiste en apagar las esperanzas de un pueblo que se niega a rendirse. ¡Cuánta falta hace el espíritu de Tuto para refrescar la sed y alimentar la esperanza y el sosiego!