Tropezar con esa sonrisa es suficiente para agitar añoranzas dormidas. Me refiero a la que se descubre en esa muchacha campesina que, vestida con su mejor prenda, cada domingo se sienta en la galería de su casucha a ver pasar carros hasta volver con el sol sin la promesa de un rescate.

Ella es una de las tantas muchachas que arman sueños de huidas en esa carretera: la angosta vía que traspasa las cumbres de su aldea y roza tan cerca su habitación que hasta en los sueños penetra el aroma calcinante del asfalto.

No eligió nacer ahí, en ese paraje inmortal encallado en los costados de la loma donde la vida perdió cuenta, latidos y sueños. Nació ahí por designio de la sangre y mandato de la pobreza. Una condena sin sentencia a una existencia sin vida.

Si ella supiera que los que van y vienen apenas pasan. Corren por esa carretera hacia destinos imperturbables y en su camino no ven más que a gente acostumbrada a la miseria. Qué pena que no puedan o quieran mirar más allá de los sentidos. Si lo hicieran, gozarían de su sonrisa, pletórica y refulgente como el sol que bruñe las montañas de Jamao; o se enredarían en sus trenzas color café con olor a resina vegetal; o descubrirían el ruego más visceral en una mirada humana: como el alma agónica cuando espera el cielo o la madrugada hambrienta de un bocado de luz.

Esas muchachas se niegan a perpetuar el legado infausto de los años y a calcar la crianza de sus abuelas sin más lejanía que las paredes de la cocina y el acoso de cinco muchachos llenos de hambre; se resisten a aguantar el puño tirano de un macho oliente a resaca y a sal vaginal. Les aterra que su futuro eche raíces en esta tierra y coseche los frutos de su árido y hostil presente.

Ellas sueñan con desatar el hechizo de la desgracia ancestral y en esa obsesión impenitente se atan a la espera. ¿De qué? quién sabe: quizás de un augurio de redención que se encarne en un hombre de otras tierras. Por eso su devoción se mueve en esa carretera encogida, desvencijada y tortuosa, pero calladamente luminosa. Nadie sabe si el vértigo de las alturas obligue a algún transeúnte mareado a parar y ellas puedan servirle un jarro de agua; entonces sucederá el milagro de la fuga, no importa el precio, porque cuando se tienen deseos de huir para vivir cualquier esfuerzo es épico.