Parece imposible concitar una alianza política que permita descongelar esta democracia y colocarla en senderos institucionales. Nada resultaría más saludable y regenerador que un auténtico cambio de mando. Pero dada nuestra idiosincrasia, siempre resulta tarea ingente intentarlo. Imitamos a Sísifo, castigado por los dioses: cada vez que nos acercamos a un entendimiento, volvemos y rodamos hasta el principio.
En estos meses, se ha iniciado con entusiasmo una integración de fuerzas políticas opositoras, de ahí que me detenga a repasar esos obstáculos sempiternos que esa iniciativa deberá enfrentar. Serán los mismos de siempre.
Comencemos con el caudillismo, hábito arraigado en nuestros líderes de manera congénita. No importa si ejercen en el sector privado o en el público, ese atavismo asoma hasta en los más jóvenes. Tienden a ser autócratas, dificultándoseles compartir mando y trabajar en equipo. No pueden evitar el dejarse arrastrar por ese “trujillito que llevamos dentro”.
El presidencialismo es uno de los tantos males paridos por el caudillismo, hábito cuasi monárquico, que sitúa las ambiciones personales de jefes y jefecillos por encima de cualquier doctrina, bienestar social, o requerimiento ético. Ignoran en su obsesión hechos facticos que indican claramente que la presidencia les será ajena. El señuelo seductor que llama desde palacio, y la avidez de poder, impiden traspasar el individualismo y supeditarlo al interés colectivo.
El desmembramiento de las principales organizaciones políticas, ejecutado sistemática e inescrupulosamente por el partido gobernante, expuso públicamente las lacras de cada una de ellas. En la demolición de esas estructuras quedó expuesto el oportunismo, la carencia de principios, y el mercado de conciencias. Ese desastre político produjo un descrédito profundo del sistema, perdiéndose los últimos vestigios de credibilidad que pudieron tener.
Sin duda, la cronicidad y escalada de la corrupción, que no deja gobierno ni partido libre de pecado, injustamente estigmatiza a todo el que ejerce funciones públicas, percibiéndoseles como piratas que van a robar al Estado. El “todos son ladrones” saca de juego a muchas figuras de buena fe y dificulta cualquier alianza.
Entorpece todavía más la mesa de negociación los “amarres” anticipados, pactados entre cúpulas diligenciales. El sabotaje, la displicencia, y la resistencia a nuevos acuerdos ajenos a aquellos que protegen intereses personales, económicos, y grupales, se convierten en norma.
Siendo la política entre nosotros un gran negocio – lacra sistémica del dominicano – una mayoría de militantes espera recompensas específicas por esa militancia. Resistirán la idea de que otro, y no “su líder”, llegue a gobernar: sería una amenaza para negocios y privilegios futuros.
Empresarios y negociantes, socios de quienes gobiernan, invierten dinero asegurándose el triunfo electoral de sus aliados. Ejercen presiones subterráneas para evitar que se cuelen candidatos ajenos. Los poderes fácticos siempre se encuentran prestos a neutralizar a quienes puedan enfrentar sus intereses. Si una fuerza colectiva no conviene, se destruye.
Decisiva es esa gestión permanente del partido gobernante para evitar ser desplazado del poder. Trabajan a diario a través de agencias de inteligencia, su extraordinaria fuerza mediática, “bocinas”, personal infiltrado en colectivos, y pagando generosamente a saboteadores, dispuestos a socavar a quienes amenacen su hegemonía.
No podemos dejar de lado las influencias imperiales, rápidas en colocar zancadillas frente a cualquier tratativa que pudiera desfavorecerles, particularmente en estos momentos, cuando China y Estados Unidos se disputan esta república.
Así las cosas, podemos ver la enormidad de dificultades a las que tendrá que enfrentarse un intento de alianza que busque dar fin a dos décadas de secuestro peledeista. Y esos entorpecimientos no cesarán, seguirán aumentando en la medida que sigan degenerándose nuestros dirigentes y nuestras instituciones.
No quiere decir esto, sin embargo, que será imposible lograr el cometido; otros países similares al nuestro, y de iguales circunstancias políticas, pudieron saltar esas complejas dificultades y lograr cambios trascendentales. Los dominicanos también podremos hacerlo sin desfallecer en el intento. Al final, esos obstáculos no son inevitables.