En un uso intencional del término examen, y no evaluación, Díaz Barriga (1994) expresa que los exámenes se han convertido en un instrumento en el cual se deposita la esperanza de mejorar la educación. Y pareciera que autoridades educativas, maestros, profesores, alumnos y la sociedad consideraran que la modificación de uno afecta al otro, dando lugar a un falso principio didáctico de que a mejor sistema de exámenes, mejor sistema de enseñanza. “Nada más falso que este planteamiento. El examen es un efecto de las concepciones sobre el aprendizaje, y no el motor que transforma a la enseñanza”.
En la historia de la pedagogía, los exámenes no siempre se vincularon a la acreditación, ni a la calificación. Sin embargo, es habitual que estudiosos de la educación y otras personas piensen que el examen es un elemento inherente a toda acción educativa y, consecuentemente, que después de una clase los estudiantes deban ser examinados, para valorar si adquirieron el conocimiento expuesto. Un estudio sobre la historia del examen en las prácticas pedagógicas mostraría lo falso de esta afirmación, expresa el citado autor. Otros opinan que “La pedagogía del examen ha creado más problemas a la educación que los que ha resuelto”. Y “La credencial educativa se encuentra vinculada más al desarrollo del capitalismo que a las exigencias inherentes a las prácticas educativas”.
Para quienes sostienen que la práctica de los exámenes prepara para la vida adulta, hay que recordarles que en escasas ocasiones las personas pasan por instancias de este tipo en su trabajo, salvo algún concurso o experiencia similar para acceder a un puesto, y ¿es necesario entrenar durante toda la infancia y la juventud solo para atravesar ese momento? ¿No es un poco absurdo? Además, parecería que se olvidan, en medio de estos insólitos argumentos, que la evaluación es parte del aprendizaje y que evaluar no significa hacer exámenes.
Sobre los exámenes se plantean tres argumentos: Primero, el examen fue un instrumento creado por la burocracia china para elegir miembros de castas inferiores (siglo VII a.C.). Segundo, existe innumerable evidencia de que hasta antes de la Edad Media no había un sistema de exámenes ligado a la práctica educativa. Tercero, la asignación de notas o calificaciones al trabajo escolar es un acto que se materializa en el siglo XIX. De hecho, pervirtió las relaciones pedagógicas al centrar el resultado de un curso, y por tanto su valoración, solo en función del examen. Por ello, se puede afirmar que la asignación de notas no responde a un problema educativo ni está forzosamente ligada al aprendizaje. Su tarea está más cercana al poder y al control. Herencia que produjo una infinidad de problemas, que todavía hoy persisten.
Se afirma que el examen es un espacio de convergencia de un sinnúmero de problemas, que pueden ser sociológicos, políticos, psicopedagógicos y técnicos. Sin embargo, por un reduccionismo para ocultar la realidad, solo se consideran en su dimensión técnica, desconociendo los otros ámbitos, que son aún más importantes.
Los exámenes, sobre todo en primaria, ¿son realmente necesarios?, ¿son la mejor manera de comprobar lo que los estudiantes han aprendido?
En el debate, los que favorecen los exámenes son partidarios de los modelos educativos que creen en promocionar la competitividad entre los estudiantes, medir y controlar lo que ellos saben. Creen que ayudan a los niños a desarrollar su personalidad, confianza y su interés en estudiar. Ofrecen a los alumnos el poder de desarrollar las cualidades que necesitan para la vida, como son el esfuerzo, la paciencia y otros. Además, dicen que sin ellos, nada motivaría a los alumnos a aprender y no prestarían atención en clase. Y “son útiles porque ponen en evidencia tanto el esfuerzo del estudiante como del profesor”, entre otros.
A pesar de su persistencia en la vida escolar, afortunadamente, cada vez más maestros, profesores y centros educativos están dando la espalda a esta forma de calificar que genera estrés y sufrimiento en los estudiantes de todo el mundo. Por lo cual, no se debería seguir confundiendo el acto de aprender con el de superar exámenes.
Poco a poco, esa situación de agobio va cambiando y las escuelas sin exámenes empiezan a irrumpir en el sistema educativo de muchos países. Por ejemplo, se debe recordar que por varios años el finlandés se consideró el mejor modelo educativo del mundo, que se caracteriza porque no asigna deberes ni exámenes estandarizados y por implementar un aprendizaje basado en la experiencia.
Francia, desde 2015, “está inmersa en un debate para cambiar el sistema de evaluación porque las calificaciones no son objetivas ni señalan si el alumno progresa. Otro argumento de aquellos que están en contra de los exámenes, es la creencia de que el examen es “un método que encasilla, selecciona y margina al alumno”.
Solo en la ortodoxia conductista, advierte Allal (1980), “se descarta el aprendizaje sin error. Pero al mismo tiempo, prescinde de los procedimientos de la evaluación formativa que atienda a las dificultades de aprendizaje del alumno. ¿Por qué penalizar sistemáticamente el error, antes incluso de averiguar las causas que lo provocan?”
La evaluación tradicional genera un sistema de exclusiones que va minando, progresivamente, la confianza de aquellos que no logran sobrevivir a ella. “Con los que sí lo logran, finalmente enseñamos a sortear exámenes, pero no enseñamos a mejorar el aprendizaje”.
La literatura pedagógica, tanto en lo conceptual como en lo práctico, es prolífica en cuanto a múltiples formas de evaluación. Numerosas investigaciones han demostrado los efectos negativos de los exámenes, sin embargo continúan aplicándose. Cualquier docente tiene a su alcance bibliografía suficiente en Internet para obtener múltiples ideas de estrategias e instrumentos alternativos de evaluación. Hay que enfrentar la inercia pedagógica, ya que la resistencia de muchos docentes al cambio es una respuesta insuficiente para adoptar otras alternativas de evaluación.
Todo parece indicar que mientras la escuela dominicana continúe evaluando para calificar, nunca se producirá el cambio que requiere la educación preuniversitaria.