Por momentos, cuesta creer el ritmo que lleva la agenda pública de nuestros días. Hoy, el flujo de información sobre el que descansa el debate colectivo se presenta como una vorágine salvaje, un frenesí esencialmente indomable que engulle la sustancia y solo nos deja la forma. Y como no hay tiempo que perder, hay quien corta por lo sano y opina poco o, incluso, simplemente no opina. Es entendible: ante una cotidianidad igualmente absorbente, rastrear las cuestiones verdaderamente trascendentales, aquellas que más impactan las tripas del sistema político y jurídico, se convierte en un deporte de alto rendimiento.
Quizá eso pueda explicar que, en ocasión del proceso de consulta abierto por el Consejo Nacional de la Magistratura («CNM») a propósito de la modificación del reglamento de aplicación de su ley orgánica (la núm. 138-11, de 2011, modificada en enero del presente año por la Ley núm. 1-25, exigencia natural de la reforma constitucional de 2024), pocos se hayan detenido en una de sus principales “novedades”: el silencio reglamentario con respecto a la celebración de vistas públicas en el marco del procedimiento de selección del procurador general de la República y de la mitad de sus adjuntos. Es decir, a diferencia de lo que ocurre con los jueces y juezas de las Altas Cortes (Tribunal Constitucional, Tribunal Superior Electoral y Suprema Corte de Justicia), el reglamento desarrolla un procedimiento de selección en el que los nominados por el Poder Ejecutivo no serán sometidos a una audiencia pública por ante el CNM.
Recuérdese que, como consecuencia de la reforma constitucional del pasado mes de octubre, el Procurador General de la República y la mitad de sus adjuntos ya no son designados por decreto presidencial sino por votación entre los miembros del CNM, previa propuesta sometida al efecto por el Poder Ejecutivo. Esa decisión, del todo coherente con la misión de fortalecer la autonomía constitucional del Ministerio Público, se ve ahora emborronada por otra que, hechas las sumas y las restas, resulta de difícil comprensión. A efectos prácticos, la contradicción es notoria: este Ministerio Público, pensado desde una idea reforzada de independencia, se elige ahora a puertas cerradas y en sucesivas sesiones “internas”.
El escenario, en sí mismo insólito, es terreno fértil para volver sobre algunas de las premisas básicas en las que se monta el Estado contemporáneo. Vale solamente apuntar que se trata de ideas que se adelantaron en una época oscura, esa que, durante la primera mitad del siglo pasado, aterrorizó a demócratas y liberales a partes iguales y que entronizó el autoritarismo y el totalitarismo de antaño. Hans Kelsen, que vivió y escribió por aquellos años, dijo, por ejemplo, que «la claridad es específicamente democrática». Razón no le faltó entonces, y tampoco le falta hoy: porque, si no es a través de la publicidad y la transparencia, ¿de qué otra manera puede legitimarse un Estado cuyo aval no es otro que un aparato representativo justificado a través del voto libre y universal?
La transparencia en los procesos de poder, así como la publicidad de los actos de gobierno, son pautas que, aunque hoy se antojan elementales, constituyen una de las grandes conquistas de nuestro tiempo. En rigor, son variables atemporales cuya omisión o soslayo disuelve buena parte de las armas con las que el constitucionalismo se propone luchar contra la arbitrariedad y las inmunidades del poder. Así, es el propio control sobre el poder el que se resiente (y de qué manera) cuando los procesos y procedimientos que conciernen a las instancias públicas se desenvuelven tras bastidores. Esquemáticamente: a falta de publicidad y transparencia, el control se vuelve ilusorio.
La lógica de las vistas públicas que exige la ley es, justamente, transparentar la ponderación que efectúan los consejeros sobre los potenciales funcionarios cuya designación compete al CNM y, así, apuntalar el control de la ciudadanía. Esas audiencias, no solo se transmiten por doquier (gracias, tecnología), sino que además han servido y seguirán sirviendo para medir la calidad de los procesos deliberativos del CNM, así como para calibrar la idoneidad de los perfiles propuestos a cargos públicos de altísima envergadura. En esas vistas, los candidatos se exponen al escrutinio público y sienten el germen de lo que luego se convierte en el peso de la responsabilidad que trae consigo el ejercicio del poder en democracias dinámicas y heterogéneas como la nuestra. Esas vistas públicas, en fin, no son un mero trámite. Son, en verdad, una de las expresiones más nítidas de democracia constitucional.
La Constitución dominicana vigente es consciente de todo esto. Nada de lo anterior le es indiferente. Lo mismo cabe decir del legislador: se exigen las vistas públicas (atiéndase a la terminología del artículo 18 de la L.138-11, en caso de duda) precisamente porque el elenco de competencias del CNM tiene un profundo impacto sistémico. La conformación de órganos como el Tribunal Constitucional, la Suprema Corte de Justicia o el Tribunal Superior Electoral no es una operación menor, máxime atendiendo a la singular dualidad que les caracteriza y que les convierte tanto en árbitros como en arquitectos del tablero político y el sistema normativo. Por ello, la ciudadanía debe poder fiscalizar el modo en que se practican los procesos y procedimientos que conciernen a su composición.
Cuesta entender el motivo por el cual la selección del Procurador General de la República y de la mitad de sus adjuntos deba darse en esas sesiones “internas” que tan elocuentemente menciona el nuevo reglamento. No es evidente el motivo por el cual cabe válidamente sustraer ese procedimiento de la fase de vistas públicas que ya prevé la ley para la designación de los jueces y juezas de las Altas Cortes. Es decir, la diferenciación entre esto y aquello requiere una poderosa explicación. Tampoco es obvio que deba simplemente concederse que sea de esa manera (y no de otra). En fin, es un enredo de difícil comprensión que, en una coyuntura política en la que la transparencia se ha querido convertir en tarjeta de presentación del poder hegemónico, se apueste –al mismo tiempo— por sustraer a la ciudadanía de la selección de las autoridades que más directamente enfrentarán la corrupción administrativa. Hay algo en ello que no encaja bien con el archivo filosófico que sirve de sustento a los frenos del poder.
Cabe pensar que, en estos tiempos convulsos (tipificados, entre muchas otras cosas, por una suerte de cruzada global contra la corrupción), la configuración de vistas públicas para la elección de la máxima autoridad de la Procuraduría General de la República y la mitad de sus adjuntos, más que procedente, resulta absolutamente innegociable. Y así debe reflejarlo la reglamentación que adopte el CNM. Porque, insisto, la opción que ha prevalecido se queda muy corta frente al horizonte al que apunta el orden constitucional vigente.
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