Estados Unidos ha tenido, de forma sostenida, un papel determinante en la política dominicana. Así fue con la Convención de 1907 cuando el coloso del norte empezó a administrar las aduanas; lo fue cuando en 1916 ocupó el país durante ocho años dirigiendo la economía, la milicia y se erigió en gobierno dictatorial; y ocurrió entre 1965 y 1966, cuando decidió qué presidente no podía tener y cuál sí debía tener República Dominicana, invadiendo al país, prohibiendo el retorno de Juan Bosch y eligiendo a Joaquín Balaguer en un matadero electoral.
La mano de Estados Unidos en el fango de la historia siguiente está metida hasta los codos. Inolvidable es 1978, cuando luego de 12 años de bonapartismo de Balaguer decidieron que ya era suficiente y se convirtieron en el gran elector de aquel año. Jimmy Carter y sus emisarios dirimieron, en cuartos cerrados, entre Balaguer y el PRD quién se quedaba con el Ejecutivo y quién con el Congreso, y así nació, fallida, la tan mentada “transición a la democracia dominicana”.
Que quede claro: desde Trujillo y Balaguer, los del norte fijaron una política clara. Ellos deciden cuándo un personaje o grupo es útil y cómodo, o cuándo ganan mucho poder, se desbordan en capacidades y resultan incómodos y hay que sacarlos del tablero, aunque luego vuelvan a tener un papel en la triste función. Así fue en 1961, cuando apoyaron el tiranicidio; así hicieron en 1978. Nunca les ha importado en absoluto la calidad ética de quien se trate, sino su funcionalidad al juego que ellos juegan.
En todo este andar de “transición a la democracia”, además del favor de su unción y bendición, ha tenido un gran poder simbólico la conocida “visa americana”. El documento que permite entrar o no a territorio de Estados Unidos -principalmente Nueva York, Miami y Puerto Rico- pasó a tener en República Dominicana y los otros países de la cuenca del Caribe la función de “poder moral” que la institucionalidad nunca ha desarrollado en la llamada “frontera imperial”.
Con un gran peso cultural dada la migración masiva empujada por el hambre y la miseria, y a falta de contralorías y tribunales, la visa pasó a ser un símbolo con doble significado para la clase política y empresarial doméstica: ser aceptable y querible por las autoridades yanquis, y no tener cola que le pisen. La famosa visa se transformó en el tribunal de ética de nuestras repúblicas bananeras. En el fondo, la visa ha operado como en 1916, 1961, 1965-66 y 1978: los Estados Unidos en nuestros países son el gran elector, y se hacen sentir como tales. La visa tiene función política.
Es un duelo entre actores que defienden intereses espurios, cada uno con su agenda opuesta al interés general.
Esto se corrobora cuando se lee el artículo 221 de su ley de inmigración y naturalización: no hay otra causal de revocación o cancelación de visa que la decisión discrecional del Secretario de Estado y, con él, del cónsul en el país de la persona afectada. A quién se le revoca una visa, cuándo, dónde y por qué no es en absoluto tema de incumbencia de nadie. Que a Roberto Rosario le hayan ido a anular la visa de Estados Unidos en su oficina, a días de que tenga que elegirse la nueva Junta Central Electoral, no sólo ratifica el carácter discrecional que la ley autoriza a la revocación de visa, sino de su uso por las autoridades de Estados Unidos para incidir en la política interna en calidad de factor decisorio. Y que Roberto Rosario haya respondido al llamado del consulado recibiendo a los funcionarios de la potencia con toda dramaturgia en su oficina para ofrecer su pasaporte, destinando el espacio, tiempo y dinero que los ciudadanos financiamos para el desempeño de sus funciones, no hace sino muestra de la conmoción y la espectacularidad con que este permiso de entrada a Estados Unidos cala en el prestigio y reputación de quien se vea en semejante situación.
Repetimos: ningún funcionario norteamericano dará ni debe dar ninguna explicación por la revocación de la visa. Ante esto queda preguntarse ¿Hay algo por lo que deba defenderse o ser defendido Roberto Rosario? ¿Hay algo por lo que debamos aplaudir o agradecer al Departamento de Estado norteamericano?
La primera pregunta se responde sencillamente remitiéndose a la Constitución, artículo 212: la Junta Central Electoral es una entidad autónoma “cuya finalidad principal será organizar y dirigir las asambleas electorales para la celebración de elecciones y de mecanismos de participación popular establecidos por la presente Constitución y las leyes”, además de administrar “el Registro Civil y la Cédula de Identidad y Electoral”.
¿Es hoy la Junta Central Electoral un organismo que dirige las asambleas electorales y la participación popular de manera más creíble, confiable, independiente, eficiente y eficaz, a la luz de los comicios de mayo de 2016? ¿El Registro Civil y la Cédula de Identidad y Electoral protegen más los derechos y la dignidad de las personas a la luz de la violación flagrante y en masa que se ha venido cometiendo durante años contra los dominicanos descendientes de inmigrantes, con la participación decisiva de Roberto Rosario? Si la respuesta es no, Roberto Rosario deberá aceptar no solo que Estados Unidos no deba explicarle nada de acuerdo a su legislación, sino que los ciudadanos y ciudadanas dominicanos no salgan a defenderlo como si de un patriota herido en su honor se tratara. Dar visa o quitarla es atribución exclusiva de cada Estado y al que le guste entrar a Estados Unidos que aguante bien si un día le salen con un “de atrá’ pa’lante”.
Y a la segunda pregunta se responde con otra necesaria reflexión ¿Ha dejado de funcionar y querer actuar el gobierno de Estados Unidos, incluyendo su Departamento de Estado, como gran elector en la política dominicana y caribeña? ¿Es aceptable que pretenda usar su legislación de manera tergiversada para incidir en la escena como un factor político interno? ¿Acaso no es su embajada la misma que con el ex canciller Andrés Navarro en persona firmaron un convenio para que en República Dominicana las fuerzas armadas de Estados Unidos pudieran usar libremente el espectro radioeléctrico, sus agentes y contratistas pudieran andar armados y además no ser juzgados por tribunales dominicanos? ¿Acaso su embajada y su consulado no representa al mismo poder que derroca gobiernos, invade países, bombardea poblados, aterroriza migrantes y asesina familias en varios puntos del planeta?
Luego de esta reflexión, creo que queda claro: la visa de Roberto Rosario no es un asunto de relevancia institucional, es un duelo de poderes, pero no de poderes legítimos, sino de poderes e intereses que desde afuera y desde adentro atentan y se comportan de manera contraria a la Constitución, la democracia y la soberanía nacional. Es un duelo entre actores que defienden intereses espurios, cada uno con su agenda opuesta al interés general.
Ante esto, los ciudadanos y ciudadanas decentes tienen una alternativa: impugnar por razones que sobran que Roberto Rosario y la estirpe de políticos que él representa siga siendo autoridad en este país; e impugnar que la “visa americana” siga siendo algo que nos importe, como si fuera el espíritu del mismísimo Juan Pablo Duarte quien habla, y que tengamos más tribunales independientes, más fiscales serios, más consecuencias y castigos para los corruptos y abusadores, en lugar de pedirlos prestados a quien nos quiere mantener sometidos.