Escribir es participar de la afirmación de la soledad donde amenaza la fascinación. Es entregarse al riesgo de la ausencia de tiempo donde reina el recomienzo eterno.

Maurice Blanchot.

En el emblemático ensayo titulado el “Poniente de los ídolos” (1982), el poeta y ensayista, José Mármol, anunció el nacimiento de la Generación de los Ochenta. Mármol, primer teórico de esa generación, dijo, entonces, que los ochenta venían a romper con los cánones establecidos.

En aquel momento, atrasada la experiencia poética de la República Dominicana en relación al resto de América y de Europa, José Mármol defendió la poética del pensar, es decir, una visión del mundo vinculada al conocimiento, al lenguaje y a la intuición. La concepción del poema como objeto verbal autónomo determinaría la experiencia fundamental del mundo y la poesía de poetas tales como Médar Serrata, Carlos Rodríguez, José Alejandro Peña, Adrián Javier, Diniosio De Jesús, Martha Rivera, Aurora Arias, León Félix Bastista, César Zapata, Plinio Chahín, Pastor de Moya, Sally Rodríguez, Julio Adames, Rafael Hilario, Juan Manuel Sepúlveda, José Mármol, Fernando Cabrera, Víctor Bidó,  entre otros, con quienes nacería una nueva visión. Visión emergente del fondo viviente del sujeto y que constituye su propia vida, su espontaneidad y su “subjetividad”. Lentamente, el arte, la ciencia, la ética, la fe religiosa, la norma jurídica, se van desprendiendo del sujeto y van adquiriendo consistencia propia, valor independiente, prestigio, autoridad.

Esta visión ochentista de la poesía no podría tener salida, su trama no es una trampa. Lo importante es penetrar el poema a partir de su transformación. ¿No supone, por tanto, la fluidez?

 ¿No es también el futuro, el que los ochentistas van tejiendo? La crítica de la poesía en Mármol, en La poética del pensar y la Generación de los ochenta (2007), engendra la crítica de esa crítica.

La experiencia como desafío y riesgo sirvió de trampolín en lo espiritual y en lo poético, y en el trasunto de la propia realidad que vivíamos, sin caer en la obsesión de la originalidad.

¿Quién, en realidad, más que el filósofo, José Mármol, más que el poeta Mármol, padece el pensamiento de nuestra época, del insaciable apetito de conocimiento, de la búsqueda incesante de las raíces perdidas de nuestra ontología? Los lectores de La poética del pensar y la generación de los ochenta sabrán que detrás de la oposición, mito versus razón –o, imagen versus concepto– existe otro universo más original y más rico.

Así, pues, el deseo no es más que la manifestación de la intención implícita de las “tensiones” y “pulsiones”, como ha dicho Paul Ricoeur (1980). Toda esta propiedad que tiene el deseo de manifestar la intención de las tensiones no sólo es lo que puede salvar la metáfora de un mundo simbólico generacional, sino que, además, es la única que puede justificar su papel, polémico y decisivo. El sentimiento “sirve” a esta Generación para expresarse sobre algo exterior, proyectando su vivencia como riesgo y devenir. Lo que le parece a Mármol valioso de la cualidad del decenio ochentista, es la manifestación del momento histórico, de la ruptura y del cambio, con respecto a su fase anterior a la Poesía del 60 y de Postguerra.

El análisis de Mármol, lejos de querer reemplazar los valores de esas generaciones, viene a criticar su empobrecido y agotado imaginario.

Para Mármol, “la historia es tierna con sus palafreneros y muy cáustica con quienes la subvierten”. De ahí que la poética del pensar se sitúa en la historia como creación verbal sin más, y por tanto, como permanente desafío crítico a la historia misma. De ahí, también, dice Mármol proviene la virulencia de su tratamiento a estos poetas, pues al cantar la presencia del ser en su tiempo como desgarramiento de la conciencia, pérdida de un pasado…incertidumbre del devenir, patético nihilismo del presente y dolorosa reconstitución de algún sentido crítico de futurición, le amenazan y desestabilizan el narcisismo ridículo y la hipocresía con que se instrumentaliza el Estado.

El poema ha de escribirse al amparo del autoconocimiento de que se está en la historia, pero no es hija suya. Porque, al decir de Mármol, “el sujeto, el lenguaje y el poema son la historia. La propaganda que trata de ser poesía a fuerza de disfraz tiene justificación (ya como perpetuación del pasado o ya como feroz empresa futura), pero nunca tendrá porvenir”.

Los griegos crearon el mito y la razón. Ejercitados en ese hacer simbólico de reflexión sobre las palabras, sobre su valor y su propiedad sobre la función que le correspondería en la dirección del pensamiento, su paso esencial fue descubrir el valor intrínseco del lenguaje. Sólo quedaba, pues, trasponer esa búsqueda verbal, sustituir el juego de abstracción por el juego del discurso.

El artista que reflexiona sobre sus medios es deudor de la filosofía, le está orgánicamente emparentado. Uno (el poeta) y otro (el filósofo) persiguen, en direcciones comunes, un mismo tipo de actividad. Habiendo dejado de ser “naturaleza”, viven en función del lenguaje, la imagen y la razón.

No hay nada de originalidad en ellos: ninguna atadura que los sujete a las fuentes de la experiencia, ninguna ingenuidad, ningún “sentimiento”. Si el poeta piensa, ejerce su imaginación, domina de tal modo su pensamiento que hace con él lo que quiere; como se ve arrastrado por él, le dirige siguiendo sus caprichos o sus cálculos; respecto a su propio espíritu, conjetura Mármol, se comporta como un estratega; no medita, concibe, según un plan tan abstracto como artificial, operaciones intelectuales, abre brechas en los conceptos muy orgulloso de revelar su fragilidad o de concederle arbitrariamente una solidez y un sentido. De la “realidad” no se preocupa para nada: sabe que depende de los signos que la expresan y de los que importa ser dueño.

“Esta epifanía, esa aparición del mundo actual ante la conciencia del poeta es, por sombría que parezca su naturaleza, dice Mármol, la justificación histórica de la poética del pensar. Ella se hace pathos, desnudo nervio afectivo del desarraigo y la incertidumbre epocales. Y, lo más importante, no teme a esa incertidumbre, a ese fundante desarraigo; no inventa acomodaticias ideologías, sino que brega en el vivir-decir con sus monstruos, faunos furibundos y ángeles suicidas”.