El hecho poético es un acto de rebeldía no sólo del poeta, sino, de su propia experiencia. El poeta, frecuentemente aislado y clarificado por su marginalidad, encuentra resonancia en la palabra inaugural del ser.
Esta palabra, sin otro mensaje que el poema, nos invita a un universo insoportable. Su rebeldía es un retorno a las fuentes primigenias del saber. No es necesario insistir ahora en que el poema no es un objeto preexistente. Sería suficiente recordar de nuevo la tarea de problematización del lenguaje como conjunto de prácticas que hacen que algo se constituya en un espacio para imaginar, y que es necesario un dispositivo que funcione como entramado y con una función irracional. La problematización del lenguaje nos habla del poema como correspondencia, al hablar del propio poema. Éste, leído como juego alegórico, gana asimismo juegos estratégicos de acción y reacción y también de rebeldía. No se agota en ser un hecho regular de actos lingüísticos.
El protagonismo del poeta, de su decir, del dejar hablar, del asumir la palabra como un acto pasional, se presenta ahora como un decir incierto. El poema muestra su existencia material (el poema queda escrito), su carácter fáctico, su riesgo, su resistencia a una absoluta apropiación de la escritura como “esquizia” –es decir, “a un desarreglo total de los sentidos”– convoca a una lectura y reclama una hospitalidad receptiva, una amistad, una suerte de oralidad: la “philía” que desesperadamente solicitan los textos que piden más ser leídos que alabados. Sólo desde la relación clave entre el poeta y su lector, del texto ante la ley y las obligaciones del mercado, que impone anunciadas actitudes al lector, la actividad del poeta ha sido siempre marginada.
Lo que hoy se entiende como oficio del poeta (oficio que denomino pasión), no hace sino corresponder a un acontecimiento que es el origen mismo del lenguaje, es decir, la historia del que escribe sólo para vivir. Hemos de hablar, por tanto, de la experiencia que el poeta asume con respecto de sí mismo, la experiencia de sus propios límites. Esta escapada de la vida al modo de ser del poema (esto es, a la dinastía de la página en blanco), es, a su vez, el alejarse del lenguaje y de sí mismo.
Heidegger presenta la superación del lenguaje como una “retorsión”, un volver sobre sí mismo en atención al ser como todavía no dicho ni pensado. Es la necesidad de pensar más radicalmente lo ya pensado, necesidad de liberar espacios en los que el pensamiento de la identidad quede deconstruido: pensar lo ya pensado, pensar lo impensado en ello. Se trataría de liberar el poema, no liberarnos de él. El final, el confín en el que estamos, no es sin más una destrucción, sino una constitución a la que sólo se accede transcendiendo–atravesando la biografía del poeta. El poema “surge”no mediante su proclamación, ni por ascensión al más allá suprasensible, ni por inmersión en el más acá coloreado y sensible, sino por atender hegelianamente al día espiritual del presente. El poema emerge así en la superficie de la página en blanco, página a la que se accede por extremidad, como reunión y cumplimiento de la totalidad del poema en su posibilidad extrema.
Al final, por tanto, la realización de las posibilidades del poema desplegadas y desparramadas o desintegradas, quedan confinadas a la página en blanco. El poema enterrado como confín, el retorno a las fuentes primigenias. Al final se accede por persistencia, no por alejamiento. El poema no está allí, detrás, sino que irrumpe como espacio de dispersión y confín de todas las posibilidades. Por ello, la experiencia poética no significa que ya no hay posibilidades, ni que todo es posible. Estamos en el final del poema, más exactamente en el final del texto como literatura, en la literatura como su final… y, por tanto, como su cumplimiento y destino.
La soledad que alcanza al escritor mediante la obra se revela en que ahora escribir es lo interminable, lo incesante. El escritor ya no pertenece al dominio magistral donde expresarse significa expresar la exactitud y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de sus límites. Lo que se escribe entrega a quien debe escribir a una afirmación sobre la que no tiene autoridad, que es inconsistente, que no afirma nada, que no es el reposo, la dignidad del silencio, porque es lo que aún habla cuando todo ha sido dicho, lo que no precede a la palabra, porque más bien, le impide ser palabra que comienza, pues según Maurice Blanchot, le retira el derecho y el poder de interrumpirse. Escribir es romper ese vínculo. Además, es retirar el lenguaje del curso del mundo, despojarlo de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo, es el mundo que se habla, el día que se edifica por el trabajo, la acción y el tiempo.
Hemos señalado que se trata de un acto de resistencia –y está por ver que lo establecido lo permita–: se trata de resistir la marginalidad que confina y excluye al poeta. Sobre todo si se tiene en cuenta que lo que hay es devenir, es decir que, precisamente, lo que permanece es el insoportable devenir. Es razonable que, por tanto, la literatura haya sido el texto de la errancia por–venir. No estamos proponiendo que se dé fin o se ponga fin, sino que se asuma la experiencia poética como un retorno al azar originario.
Camus está en lo cierto: “La vida carece de estilo”. Y el hombre que se lo pide la reencuentra en el sueño donde las cosas ocurren de acuerdo a las enmiendas del deseo de la onmicomprensión.
.
Esta temporalidad infinita, tiempo abolido, preserva el abismo entre la imagen viviente –hecha cosa– y la cosa pasajera, reducida a sombra y arrastrada a distancia. La imagen, por su amplitud referencial, contiene lo que una memoria particularmente sensible y codiciosa de experiencias, hubiera registrado de haber presenciado el mundo desde el comienzo hasta el fin de los días.
.
Sin embargo, el suyo no es el tiempo rápido del drama que conduce al desenlace. No hay destino que frene su libertad. Su tiempo es el de la inmediatez que asume la eternidad en el salto que, diciéndolo con Croce, levanta la visión de las partes en el todo: el tiempo que media entre la mirada atrapada por el objeto interior del sujeto lírico y la intuición que de ella resulta. De ese instante que se prolonga, puede decirse que tiene el don de perpetuarse como el primer y único amor o como la catástrofe que desquicia una vida y que, después de tantos y tantos años, permanece congelada en el fondo del ojo. Ese don, contrariamente a lo que cabría esperarse, en vez de aproximar la poesía a la tragedia, la aleja. Su dominio es lo ilusorio. No se dirige a la credulidad, a uno u otro aspecto del juego de las facultades, sino a la personalidad viviente idealizada en su unidad y armonía, provocando en nosotros la conjugación de todas las potencias; ninguna de ellas debería sustraerse al sentimiento profundo, intenso, que nos posee, porque es éste el nuevo orden psicológico sobre el que se instaura su reinado.