En 1980 tuve el primer contacto con Mateo Morrison, más con la persona que con la obra, al integrarme ese año  al  Taller Literario César Vallejo, fundado por  éste, en 1979, como parte de sus actividades como director de Extensión Cultural de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.  Dos años después, tuve la oportunidad de leer su primer libro, Aniversario del dolor, publicado en 1973. Desde entonces, y a lo largo de sus más de 40 años como poeta y animador cultural, se me fue revelando un poeta que, más allá de gustos y referencias y de los riesgos propios del oficio, nos mostraba una sensibilidad y una voluntad creativas con un sello particular y único.

A partir  de Visones del transeúnte, 1983;  Si la casa se llena de sombras, 1986;  A propósito de imágenes, 1991, libro inspirado en la pintura de Dionisio Blanco; Visiones del amoroso ente, 1991; Pasajero del aire, 2010, entre otros, Morrison ha venido desarrollando un decir poético vertiginoso y fecundo.

Con la publicación de  Territorio de Eros. Líquidas formas del gozo, en el año 2017, Morrison  ha dado  un nuevo giro hacia una escritura más exuberante y simbólica. En este nuevo  libro, el autor  despliega una escritura deseante,  vinculada al cuerpo. Pasión y placer más allá de la ausencia de vida consumiendo la huella de la existencia humana. Pasión del lenguaje y, a la vez, lenguaje de la pasión.

La concepción erótica de Morrison se debate entre dos extremos; uno, proveniente de su intelectualización del verso, el hombre como ente verbal; el otro, que proviene de la sensualidad innata del poeta, el hombre como ser  erótico. En la oposición de los dos polos se produce la extraordinaria riqueza de pensamiento y la complejidad y pluralidad de su erotismo. Deseo por el placer y, a la vez, deseo por la poesía. Subrayo algo que me parece esencial: en la escritura de Morrison no hay un erotismo sino que cohabitan diferentes erotismos: el masculino, el alquímico, el lingüístico, el corporal y otros que quizás se me escapen en la celeridad de estos apuntes.

En materia de sexualidad y erotismo ocurre que entran a jugar un sinnúmero de factores, desde el peso a veces imperceptible pero omnisciente de la tradición judeo-cristiana de Occidente, nuestros propios códigos morales, la familia, la cultura y la educación, hasta nuestras experiencias personales, o sea, las respuestas que el medio ha brindado a cada cual en este terreno.

Abarcar todo esto con la palabra intensa, concisa y exacta es casi imposible, pero es lo que hace la poesía. Es lo que ha hecho Catulo,  también Petrarca.  Propercio, y también Neruda y Paz. El poema de amor procura entrar en el lugar donde cada uno guarda sus infiernos, donde el sexo forma parte de un envenenamiento que conduce a las aparatosas pérdidas de la senectud.

Ontológicamente hablando, y mucho más de toda referencia a la sexualidad, en estos poemas,  hay un deseo del otro. O, más bien, existe un deseo de sí mismo por sí mismo a través del otro;  en otras palabras: lo Mismo se concibe, se busca y se moldea solamente en la mediación de lo Otro. Y es que, en efecto, la alteridad—aunque sea la del objeto simple—se presenta, en estos versos, como existencia independiente y como exterioridad radical del sujeto.  De entrada, es aquello por lo cual la libertad del yo se experimenta como limitada. En la confrontación con el objeto,  en Territorio de Eros. Líquidas formas del gozo,  el yo hace consigo mismo la prueba de la carencia; en otras palabras, se revela a sí mismo como carencia de deseos, como aquello por lo cual se origina y se despliega el deseo sobre un fondo de “deficiencia” y en términos que a veces evocan un desgarramiento, como en estos versos: “Abisales manías (…).  Debilitado (…) , mi erótica pulsión envenenada (…), no hay una estrella que dé lumbre a esta herida”.

En Morrison,  el proceso del deseo encuentra el objeto-otro como obstáculo a la libertad que debe ser superada, en otras palabras, dialécticamente negada, puesto que la supresión de la alteridad deviene constitutiva de  la identidad. También por eso, la explicitación del deseo y la destrucción dialéctica del otro son procesos entendidos por Morrison como verdaderamente correlativos: Así, la consciencia del sí está segura de sí misma solamente por la supresión de ese Otro que se presenta a ella como vida independiente; ella es deseo. Sin embargo, en tanto que la figura de lo Otro tome la forma del simple viviente, su resistencia a la libertad no tiene  más que la forma “pasiva” de la naturaleza inmediata. En ella, el Yo no podría encontrar más que una satisfacción puntual e ilusoria, pues lo que quiere  es hacer la prueba de su libertad en toda la extensión de su poder. Es por tanto ineluctable que el momento negativo del deseo, en estos versos, se dirija no hacia el objeto simple, sino hacia el objeto-otro en tanto que libertad. Sólo el encuentro con la libertad-otra puede asegurar al Yo el momento decisivo de su prueba. Lo que hace decir a Morrison: “Aceleren el paso; las voy a seguir hasta encontrar la forma en que los hilos del gozo-placer-disfrute resuelvan mi resurrección (…)”.

Entre la soledad y la comunión del acto sexual Morrison se inclina por esta última: comunión con el mundo, con los otros; vías hacia la diferencia y la otredad que es necesario respetar a la vez que se ama o desea. Los signos eróticos de Morrison son luciérnagas que orientan al extraviado caminante nocturno por el tiempo. Morrison es del criterio de que al hombre actual le quedan muy pocos caminos para escapar de la reducción  a que lo ha sometido la civilización moderna. Uno de esos senderos es el amor y  el fascinante mundo erótico, la perpetuación del instante, la búsqueda del mundo infinito en que las sombras se confunden con la luz y la luz penetra en el más allá que todo llevamos dentro.  Como ha dicho Morrison: “Esas faldas cargadas de colores que impiden ver la plenitud de sus pubis, se eternizan en las horas. Ahora estalla la  cuota de éter que las cubre: estaciones en que se desplaza mi vida, hemisferios en que se divide mi universo (sol, luna, estrella, mar, río, faldas, blusas, pantis, lentes, medias, aretes)”.

Estos poemas de amor necesitan más profunda misión de vida, y la culpa. Entender el misterioso castigo de Onán. Entender porque la vacuidad posterior al orgasmo debe llevarse con palabras que conduzcan hacia el simbolismo de lo erótico y de la desesperación. Para escribir estos poemas de amor-erótico debe comprenderse el sentimiento que lleva a esforzarse en la continuación angustiosa de una cotidianeidad feroz hecha de refugio y miedo. Todo puede pertenecer a un poema de amor: la intimidad del cuerpo, la dependencia que el desamparo tiene de estas pequeñas zonas calientes y erógenas del amor—“el lugar del excremento” de Yeats–,  la fuerza de la posesión que no quiere compartir estas zonas con nadie, y las roturas de todos esos insoportables equilibrios. Oigamos lo que dice el poeta: “El asombro de la inesperada presencia (…)”…transfigura mis deseos, en posesión febril.  “A través de las telas, yo adivino sus tibios temblores…Terrero de eros”, pues ellas  (…) “siempre dejan un sabor a cosa que no pudo ser, y esto me estalla en todo el cuerpo”.

Es muy difícil decir lo que significa la presencia del cuerpo femenino, en nuestro poeta. Por lo menos esto: es ahí donde se representa, y muy especialmente a sí mismo, donde se escapa en la elipse de las formas y del movimiento, en la danza, donde escapa a su inercia, en el gesto, donde se desata, en el aura de la mirada, donde se convierte en alusión y ausencia; en suma, donde se ofrece como seducción: “Husmeo sus sentidos entre mares (…)”. “Oteo sus intenciones y me refugio en teclas de música fúnebre como los telarones sin ofertas creíbles”.

Estos poemas llevan a menudo a algún paraíso personal perdido y sin ningún tipo de pretensiones. La trascendencia aparece cuando, en el preciso momento que leemos estos versos (y, sobre todo, si le añadimos su dulce y sencilla música), ponemos en movimiento significados que las palabras “no sabían” que tenían. Entonces las amamos, y las palabras amadas ya no son las mismas, han perdido su objetividad. No hay optimismo ni pesimismo en estos poemas. Todos ellos van a favor de la vida,  incluso los que han sido escritos a partir de la muerte o en torno a ella. Pero no hay que olvidar que estos poemas enmascaran alguna crueldad desde el momento que están dispuestos a revelar algún tipo de dolor,  imaginación y deseo.