El país atraviesa a mediados de junio por una mala hora. Primero la muerte de cuatro turistas en distintas fechas y centros vacacionales en la región este, algunas de cuyas circunstancias tratan de determinar las autoridades. Y segundo, el atentado reciente a la vida de David Ortiz, astro del béisbol de grandes ligas.

Desde hace algún tiempo, la seguridad pública en el país viene siendo objeto de cuestionamientos con creciente inquietud, dada la audacia de los antisociales, los delincuentes comunes y los de cuello blanco. Los sucesos, algunos dramáticos cuando no letales, parecen darles la razón a quienes atribuyen la inseguridad reinante a la indiferencia de las autoridades o al contubernio de los llamados a hacer cumplir la ley.

Lo cierto es que el gobierno central no ha logrado poner en vigor una política de seguridad pública efectiva a corto, mediano y largo plazo. Una que permita a la población sentirse ligeramente protegida frente a esa sensación de abandono e impotencia que sobreviene a sus víctimas cuando los delincuentes intentan imponerse.

¿Anda el país manga por hombro?, ¿los responsables de la gestión pública tienen otras prioridades políticas?, ¿la seguridad ciudadana no es relevante en los planes del gobierno?, ¿se impondrá el miedo y la ley de la jungla?, ¿la pena de muerte como disuasivo?, o ¿será necesario volver a la ley del viejo oeste y andar todos armados para repeler a la delincuencia organizada y desorganizada?

Datos estadísticos difundidos por el Observatorio de Seguridad Ciudadana y la Policía Nacional, publicados por el diario El Nacional el pasado diez de junio, reflejan cifras escalofriantes de lo que suele ocurrir con harta frecuencia en calles, barrios, pueblos y ciudades del país en meses y años recientes. Muchos hechos no se reportan por desconfianza en las autoridades y la justicia, tan cierto como la gran cantidad de armas ilegales en manos de criminales.

El informe subraya que en las últimas dos décadas la inseguridad y la violencia se han convertido en el pan nuestro de cada día. A tal punto que no hay zona segura para trabajar, caminar, estudiar y recrearse en todo el país, sin importar la provincia, el día, la hora y el espacio para ser víctima de un atraco, asalto, asesinato, agresión o secuestro. Y eso que todavía la situación, para algunos, no se ha ido de la mano del todo. ¿Cómo sería cuando el desenfreno social y el caos se impongan? No hace falta mucha imaginación creadora para saber de antemano las consecuencias.

Para muestra, algunos botones. Durante el 2018 se registraron 1,418 muertes por accidentes de tránsito; 29,725 asaltos; 27,227 robos; se robaron 7,807 celulares y 6,145 motocicletas en 2017. Entre enero y abril de este años se registraron 24,972 robos, muchos de ellos a punta de pistola y con absoluta impunidad. Todo ello sin incluir el daño síquico, emocional y mental causado a las víctimas y millones de pesos en pérdidas de productividad.

Aunque la policía ha mejorado en términos de equipos técnicos para combatir a los malandros, la falta de vigilancia preventiva prevalece. Los delincuentes lo saben porque se sienten amos y señores de las vías públicas y casi todo otro espacio de privacidad ciudadana. Para las víctimas resulta difícil comprender cómo individuos con perfiles sospechosos se desplacen con toda libertad sin llamar la atención de las autoridades, o al cumplir tres meses de prisión disfruten de libertad individual.

La violencia y la criminalidad no tienen gobierno preferido. Todos los gobiernos tienen una mala hora. La actual administración no es la excepción. El tiempo se agota y el crimen lo sabe. Ya es tiempo de que los responsables del país diseñen y pongan en vigor una política realista de protección y prevención en la seguridad pública, antes de que llegue el sálvese quien pueda y el país se convierta en una inmensa cárcel vigilada por delincuentes.

Posponerlo podría resultar demasiado tarde. Los políticos, en su liturgia de las horas, es decir en su conversación con el pueblo y con Dios, saben que la última gota desborda el vaso. Ya es hora de proteger el interés público por encima de los intereses privados. La hora de ponerse los pantalones y defender el orden y la paz pública. Entre tanto, ¿quién será la próxima víctima? ¿Un hijo de machepa o un tutumpote?