En mi artículo anterior (22-3-2012) reflexioné sobre la transformación de la función del intelectual en las sociedades europeas contemporáneas. Señalé que esta figura emergió en contextos sociales donde no existía la especialización científica de nuestra época y donde la mayor parte de la ciudadanía poseía un bajo nivel educativo.

La transformación social que implicó la generación de comunidades epistémicas especializadas, la  adquisición de mayores niveles educativos  y el consiguiente empoderamiento ciudadano propio de las sociedades europeas actuales modificó el papel del intelectual, quien pasó a ocupar una posición más modesta como generador de opinión pública, al lado de los periodistas y los investigadores sociales.

¿Cuál es la situación en República Dominicana? ¿Se ha modificado también en nuestra sociedad el papel del intelectual?

Como en otras latitudes, la intelectualidad dominicana desempeña una función crítica modesta, pero debido a razones totalmente diferentes. La sociedad dominicana ha carecido  de un proceso gestor de comunidades epistémicas especializadas, aunque  ha servido de escenario para el surgimiento de figuras  con líneas de investigación definidas y epistémicamente productivas. Por otra parte, la mayoría de los segmentos poblacionales de la sociedad dominicana continúa adoleciendo de bajos niveles educativos y de poco empoderamiento ciudadano.

La ausencia de comunidades especializadas estimula a muchas personas educadas a opinar,  llenando una parte del vacío cognoscitivo provocado por la ausencia de estas comunidades, pero dejando muchas problemáticas carentes de un requerido tratamiento analítico.

El bajo nivel educativo de la población favorece ¨la delegación de la crítica¨ en personas a las que se percibe -desde la perspectiva de esta población- con una facultad o un don especial para analizar los problemas.

A pesar de estas circunstancias que parecen fomentar la labor intelectual, la sociedad dominicana ha adolecido históricamente de modelos de desarrollo económico excluyentes y de una cultura ancestralmente autoritaria. Esto se muestra en la historia de la acumulación y concentración dominicana de la riqueza y, gracias a ella, en la creación de una red de compromisarios y dependientes adscritos a estas redes de sumisión con la subsiguiente dependencia ideológica que conlleva.

La intelectualidad dominicana no es ajena a esta situación. Adscrita muchas veces a esta red clientelar, no es de extrañar la excesiva toma de partido de la intelectualidad dominicana. Por momentos, parece imposible la crítica realmente independiente. Por el contario, el análisis sesgado a favor de un proyecto político particular ocupa el espacio de la auténtica crítica.

A esta situación contribuye la precariedad de espacios del disenso. En aquellas sociedades donde se ha desarrollado la función del intelectual independiente existe una estructura social que facilita esta función, porque la misma se encuentra legitimada socialmente en el contexto de una sociedad abierta. Por el contrario, en sociedades con espacios cerrados, o de tradición autoritaria, la función del crítico independiente se encuentra amenazada por la posibilidad real de que éste sea económica y socialmente excluido.

En una sociedad donde la concentración de la riqueza se encuentra en pocas manos y donde las instituciones naturales de la labor intelectual  -universidades, periódicos, emisoras de radio y televisión, etc.- funcionan como mecanismos de legitimación de las pocas corporaciones que han logrado concentrar la riqueza, una crítica puede implicar el cierre de los espacios para la realización personal del intelectual.

En un escenario semejante, la intelectualidad dominicana se encuentra con las condiciones subjetivas para desempeñar la función de ¨conciencia crítica¨ de la sociedad, pero arrojada a condiciones materiales que lo impiden. Esta contradicción contribuye a la generación de la posición tradicionalmente titubeante de la intelectualidad dominicana con respecto a las instancias de poder. Su formación, perfil y sensibilidad le reclama asumir la función de constituirse en una voz crítica. Su condición real le frena o le restringe, haciéndole desempeñar su función a medias. Con esta situación, se alimenta el círculo de la cultura autoritaria de la que el intelectual debería ser una especie de némesis.