Después del terremoto de enero de 2010, Haití emergió del olvido para convocar la caridad mundial a su plan de reconstrucción material. Con el paso del tiempo, las promesas de ayuda se fueron evaporando a tal nivel que recientemente el primer ministro haitiano Laurent Lamothe declaró que de los 9,000 millones de dólares prometidos a Haití, solo el 48 % había sido entregado, especialmente en asistencia humanitaria y de urgencia.

La crisis financiera mundial, otro cataclismo ruinoso, dejó colgada en la intención muchas promesas para Haití. Nuevamente esa nación pierde interés en la agenda internacional. Tal realidad era tan predecible como obvia: ninguna inversión es retributiva en un país sin recursos ni capacidad de pago, institucionalmente fallido, con estructuras sociales tribales y bajo inminencias latentes de convulsiones políticas. El costo es alto, los riesgos mayores. De ahí que en la lógica geopolítica occidental la República Dominicana sea vista como la llave maestra para cualquier “solución haitiana”.  Esa percepción se fortaleció con ocasión del terremoto de Haití cuando la cooperación internacional usó las infraestructuras, los servicios y los medios dominicanos para agenciar la ayuda. Muchos periodistas, reporteros, diplomáticos y hombres de Estado y de gobierno, que sabían de Haití por historia o cultura, se dieron cuenta de que la República Dominicana es parte esencial y estratégica de la sostenibilidad de la vecina nación.

En esa escena, de repente aparece una sentencia dominicana aparentemente inocua que resolvía un reclamo particular, pero que disponía medidas que afectaban derechos adquiridos de miles de personas, la cual causó uno de los escándalos más traumáticos de lo que va de siglo. Nadie podía sospechar que la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional iba a activar de tal forma los sensores de los centros de poder del mundo en un tema interno. Desde el año 1978, cuando Balaguer fue obligado a respetar los resultados electorales para facilitar la transición democrática, la República Dominicana no había recibido tanto apremio internacional. Si bien el Tribunal Constitucional no valoró esa perspectiva,  su sentencia creó un ruido político ensordecedor y hasta —para algunos— innecesario. El propio presidente Medina, arrastrado por su impacto, se sintió acorralado por tantos intereses cruzados. Aunque con la promulgación de la Ley 169-14 y su posterior reglamento de aplicación dictado mediante el Decreto 250-14, las cosas regresaron relativamente al estado anterior de la sentencia. No obstante, este fallo tuvo derivaciones políticas relevantes para la comprensión del futuro de las dos naciones.

Detrás de toda prueba duerme una lección. La sentencia 168-13 tuvo consecuencias provechosas desde distintos ángulos. A nivel local, despertó una nueva conciencia sobre el tema haitiano. El dominicano promedio tiene hoy una actitud distinta sobre el futuro del país con relación a Haití. Antes del trauma, Haití no estaba en la agenda de las prioridades nacionales, solo ganaba interés a propósito de coyunturas muy casuísticas, tales como denuncias sobre violaciones a derechos humanos de la inmigración haitiana, disturbios sociales o inconvenientes en el flujo del comercio fronterizo. La apabullante atención mundial que generó esa histórica sentencia ha levantado sospechas preocupantes. No es para menos; en un estrecho tiempo se sucedieron en el país visitas tan inusuales como “sintomáticas” de personalidades de alto relieve, entre las que se destacan la del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, la del vicepresidente de los Estados Unidos, Joe Biden y la del presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rumpuy. Paralelamente, el tema haitiano fue motivo de la reunión privada del papa Francisco con el presidente Medina, sin considerar las presiones diplomáticas en contra de la República Dominicana en distintos tonos y foros regionales.

Una lógica percepción de la realidad nos conduce a suponer que si la vigilancia internacional estuvo tan avispada para un tema como este, cuanto más para intervenir en una situación de crisis en Haití que genere condiciones incontrolables de gobernabilidad. Es natural pensar que la solución más cómoda para una comunidad internacional huidiza con el destino de Haití sería abandonar la solución final en “manos de” o “con” la República Dominicana. En este contexto, no sería irracional inferir que, dentro de las opciones “terminales” en la agenda de futuro, no se descarte la redefinición del estatus político-territorial de ambas naciones.

El tema de la fusión ha sido ridiculizado por algunos insensatos pero exagerado fanáticamente por otros. Y parte de las razones por las cuales esa posibilidad se perciba como irreal o tremendista ha sido el hecho de que quienes hoy se abanderan más “patrióticamente” de la denuncia fueron los mismos que en el pasado la manipularon como argumento político cuando, en las elecciones del año 1996, acusaron al candidato de la oposición, José Francisco Peña Gómez, de prestarse como punta de lanza al presunto plan de Estados Unidos, Canadá y Francia para fusionar los Estados haitiano y dominicano, siendo Peña Gómez, de origen haitiano, un aliado estratégico en esas supuestas pretensiones. Esa maniobra llegó tan lejos, que el denominado “Frente Patriótico” integrado por las fuerzas políticas más conservadoras y un polo liberal emergente —el otrora PLD ideológico— tuvo, como imperativa “razón histórica”, frustrar tal intención antinacional. Desde entonces, cualquier reflexión sobre la fusión insular se descalifica por el prejuicio xenofóbico que la inspiró.

A raíz de la sentencia 168-13, el mismo núcleo ultraconservador que llevó la vocería en 1996 del proyecto de fusión se cohesiona para defender a ultranza su mandato. Rescata este abandonado tema para provocar mayor preocupación sobre la suerte de la sentencia en un escenario internacional adverso. Sus portavoces acusan de agentes de los intereses extranjeros a aquellos que no acatan su mandato. Para ese grupo de nacionalistas, oponerse a la sentencia suponía contrariar un ejercicio de soberanía del Estado dominicano. Nuevamente la fusión vuelve a la mesa, no como un tema de agenda nacional, sino como argumento de defensa de una sentencia que, si bien abordaba un histórico problema binacional, comportaba afectaciones a derechos adquiridos.

La fusión, o cualquier otro proyecto de integración o asociación de Estados que esté o no en los planes de las potencias occidentales, compromete la “existencia” del Estado dominicano y por tal razón no puede ser usado como argumento político para intimidar o condicionar políticas públicas. Se cumple, en este caso, la moraleja del pastor que voceaba la falsa presencia del lobo hasta el día en que el animal atacó y nadie se molestó en responder a su alarma. Los autodefinidos nacionalistas pueden estar animados de buenas intenciones patrias, pero apelar a un argumento tan altisonante para validar causas coyunturales constituye un solemne desatino.

Para la comunidad internacional, un país con indicadores sociales catastróficos, una renta anual de 390 dólares per cápita, más de la mitad de la población por debajo de la línea de la extrema pobreza y un índice de pobreza tres veces superior a la media en América Latina y el Caribe, es una carga insostenible. Pero si a ese cuadro se le añade la ausencia de una estructura productiva relevante, donde el 70 % de la población depende de una agricultura de subsistencia a pequeña escala que emplea cerca de las dos terceras partes de la población económicamente activa, la reconstrucción material y política de Haití es un proyecto tan inviable como su desarrollo institucional. Existe una conciencia clara en las potencias occidentales de que una ruptura social caótica es inevitable y pocos esfuerzos han desplegado para revertirla, quizás a la espera de que, una vez llegado, este hecho justifique la propuesta de soluciones más radicales y estructurales al issue Haití, entre ellas el rediseño político-territorial de la isla que le garantice una coexistencia menos desigual a las dos naciones.

¿Son delirios de una imaginación febril suponer que en una nación con indicadores sociales "catastróficos" (situados en el puesto 159 de los 187 países analizados en el Índice de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo para el 2013) y donde más de la mitad de la población sobrevive con menos de un dólar al día, bajo un umbral de vida de 62 años, no se incuben las condiciones perfectas para una trágica explosión social? Es una aspiración utópica pensar que Hatí va camino al desarrollo mientras el 20 % de la población más pobre posee apenas el 1.5 % de la riqueza frente al 20 % más rico que acumula el 68 %. Haití no tiene un Estado funcional, lo más parecido es una estructura de poder que opera bajo esquemas mafiosos de negocios; el concepto de seguridad jurídica no ha tenido desarrollo en las relaciones económicas ni de inversión. Es una sociedad atrapada en condiciones todavía primitivas de subsistencia. Los pálidos esfuerzos de la comunidad internacional se diluyen; los fondos de la cooperación internacional no fluyen por la inseguridad institucional; se trata de un país estructuralmente inoperante.

La amenaza no está en una invasión armada, eso es mitológico; mucho menos en la inmigración económicamente activa ya integrada en la República Dominicana, sino en la dinámica contingente de los procesos políticos y sociales que se suscita en la parte oeste de la isla ¿Qué pasaría si Haití cayera en un estallido social que generara una situación de ingobernabilidad y hambruna? ¿Qué frontera detendría la avalancha de los instintos? ¿Cuál sería la posición de una comunidad internacional escurridiza? Las respuestas históricas las encontramos en África, escenario de desplazamientos de pueblos, linchamientos horrorosos, actos de barbarie y de depredación ante la indiferencia irresponsable de la comunidad internacional. Hablar en términos tan gráficos en un contexto de tanta inconciencia como el nuestro, sería pecar de tremendismo xenofóbico. Lo cierto es que no sabemos a qué temerle más, si a la posibilidad de tan espeluznantes eventos o a la ignorancia dominicana sobre la realidad haitiana.

Y eso de buscarle justificación a una intervención armada o a una incursión política en la soberanía de naciones débiles es más fácil que tomar una Coca-Cola de un solo sorbo para las potencias, más tratándose de una isla del Caribe. En el conflicto de la exYugoslavia el argumento fue la “limpieza étnica” del régimen serbio, propaganda evocadora del nazismo alemán.  Hay evidencias, testimonios y documentos secretos y desclasificados que desmienten la falsificación grosera de la realidad política a través de la cual se le imputaba solo a los serbios las prácticas genocidas de guerra étnica.

Washington ha tolerado todo lo necesario para garantizar, por encima de cualquier interés, “la estabilidad política haitiana”. Ha hecho concesiones inconfensables: desde el apoyo incondicional a una dictadura sanguinaria hasta el mantenimiento de una política permisiva al narcotráfico de Estado promovido por Jean Bertrand Aristide. La política del Pentágono es conservar pacificada la población sin escatimar el precio, aunque se pasen por alto ciertas obscenidades. Cuando las condiciones se tornen internamente incontrolables, entonces se pensarán en soluciones más radicales. Solo hay que esperar el momento, y nadie está haciendo nada meritorio para detener esa marcha.

La fusión —o cualquier otro proyecto asociativo o confederado de las dos naciones— no resultará de negociaciones bilaterales ni de concertaciones internacionales. Ha sido una solución platónica acariciada académicamente por parte de la intelectualidad haitiana de distintos tiempos, así como de organizaciones civiles de Estados Unidos, Canadá y Francia. La dinámica histórica, tan contingente como la realidad haitiana, se encargará de poner este proyecto en carpeta. No obstante, este deseo ya se declara sin tapujos en Haití. En la República Dominicana se han divulgado pocas referencias de opiniones extranjeras sobre el tema; quizás las que merezcan alguna mención son la del sociólogo e historiador haitiano radicado en Canadá Reinseinthe Paul Joseph, quien en una conferencia en la ciudad de Santiago de los Caballeros, el 4 de agosto de 2012, declaró que Michel Martelly tiene una visión clara y sin tabú de que la única solución a la masiva inmigración haitiana es fusionar a los dos países en una sola nación.  Además, un artículo publicado por la cadena americana Fox en fecha 25 de enero de 2010, escrito por Daniel Rodríguez, cofundador de la Alianza Económica por la Estabilidad, proponía que “…la segunda y más radical opción es integrar Haití con la República Dominicana”. Como documento oficial nunca ha existido un manifiesto de esa intención.

No importa cuán cerca o lejos del umbral de la fusión insular o de cualquier otro esquema de concentración o de confederación de Estados, el papel que juegue la República Dominicana a favor del desarrollo de Haití marcará la distancia. Haití no moverá un dedo para evitarla. Históricamente ha considerado la isla como una unidad territorial indivisible. De manera que el Estado dominicano debe entrar en una nueva era en su relación con Haití, estableciendo planes quinquenales vinculantes, con supervisión internacional, sobre políticas comerciales, migratorias y de cooperación que puedan descomprimir las tensiones bilaterales y crear los referentes institucionales de apoyo. El gran desafío está, como siempre, en el liderazgo político nacional, que no está conciente de que Haití sea un problema de atención intensiva. Los acuerdos y los protocolos deben rebasar la casuística. La norma es que las crisis que suelen alentar esta tormentosa relación son las que siempre generan los diálogos. Es penoso aceptar que todavía las relaciones comerciales entre las dos naciones marchan sobre imprecisos canales de informalidad, aun siendo Haití nuestro primer socio comercial. Ese solo hecho es un inequívoco indicador de lo lejos que estamos de ese deseado futuro.