Desde el gnosticismo de Muerte de Narciso (1937) hasta la visión órfica de Dador (1960), la poesía de Lezama sitúa al hombre en lo que Cintio Vitier ha llamado “los dos confines”: lo estelar y lo oscuro; lo puro y lo siniestro. El bien y la ausencia que hacen que “los demonios y los ángeles se escondan sonriendo”. Es el mismo hálito que se disuelve en el espíritu y que el taoísta transforma, dentro de sí mismo, en el elíxir de la vida. Todo el universo literario de Lezama —se comprende entonces— parte y regresa continuamente desde y hacia la poesía: es su intimidad con ese territorio donde las palabras mueren incesantemente para resucitar la que apuntala el resto de su producción en prosa; la que hace que hasta el más banal de sus comentarios se someta a la sabiduría analógica, establezca secretos pactos con el desordenado orden de la creación.

Como los grandes místicos, como los anónimos poetas sufíes o los creadores de las Upanishads, Lezama sabe que el fin último del lenguaje es el de las esencias, la magnificación de lo innombrable por ese perfecto ejercicio de la agonía que está implícito en toda aventura sustantiva: nombrar a la Divinidad es una tarea sin destino posible, ya que el nombre es el velo que la cubre antes que la acción que la desnuda.

Y sin embargo, como ha dicho Julio Ortega, no debe creerse que la base ideológica católica, la versión órfica de la poesía, la visión de cierto visionarismo onírico, la convicción sustantivista del acto poético; no debe creerse que esta diversa familia que Lezama convoca desde su barroca biblioteca lo condena simplemente a una forma derivada del idealismo o del trascendentalismo; tampoco, a una práctica sustitutiva de la realidad y sus repertorios, y, mucho menos a la especulación abstracta filosofante. Aquí radica la complejidad real de su obra: en ella ocurre, al mismo tiempo que aquellas resonancias de su linaje poético, una proliferante presencia material; y, por ello, el ejercicio de los sentidos y las expansiones de la sensorialidad. Lezama no nos propone otro mundo: “es este mundo lo que su obra se propone reinterpretar, celebrar, significar. Es así que la obra lezamiana es un ejercicio de tensiones e irradiaciones: se remonta al origen del lenguaje para recuperar una materia primordial, pero de ello no deriva una causalidad deductoria sino una energía reformuladora, que irá a recorrer un espacio metafórico, una extensión figurativa, para culminar su tránsito en algunas

imágenes que encarne el sentido entrevisto y recorrido”. Ocurre, pues, que Lezama, según César López, se lanza a la aventura creacional sin tener ninguna consideración con las técnicas ad-usum. “Su discurso es, por así decirlo, el mismo que alienta el autor en cada momento de su vida (no hay diferencias entre la poesía, chiste, alegato, conversación o gesto verbal cotidiano de Lezama). Estamos ante un rodar fatigoso, duro e insistente, usualmente no transitado por las mayorías, que salta de alturas increíbles a planos domésticos pasando, o sin pasar, por las más alambicadas ironías”. La palabra de Lezama resuella y ruge y pide su apoyatura a ella misma, y quizá por eso, a veces, repite y machaca el término como para coger impulso que no le llega a tiempo, al tiempo tradicional, por lo cual crea de facto, un nuevo tempo”. No desdeña ningún recoveco metafórico que lo pueda conducir a lo definitivo de la imagen; y con gran frecuencia vuelve sobre sus pasos para dar la explicación de lo que poéticamente acaba de proponer, pero como esta explicación es a la vez susceptible de ser explicada nos lleva, con burla…, a lo ufano de sus laberintos reiterados.

De acuerdo al análisis de Roberto González Echeverría, en Lezama hay elevación de pensamiento y sentimiento producidos por la acumulación de figuras y el desdén por toda regla o categoría. Lezama, dice González Echevarría, “persigue no lo bello sino lo sublime, que incluye lo feo,lo de mal gusto, lo discordante porque produce efectos, como el humor y el terror”. La elevación del tema, lo sublime del pensamiento, está en consonancia con el ceremonial y la fastuosa preparación de la comida. Todo gran poema, ha dicho Lezama, empieza por la cocina. La insistencia en el éxtasis, el placer, la emoción, la elevación y lo personal del poeta Lezama la extiende a su plano más amplio, al de la identidad americana, que él ya vislumbra en el barroco de las Indias. Porque para postular la identidad cultural se necesita la del poeta específico. El barroco, el neobarroco de Lezama, se inscribe en la búsqueda de la identidad americana que predomina en la literatura de América Latina durante el siglo XX. Como otros, Lezama se remonta al período colonial, pero mientras muchos lo hacen apelando a las crónicas de la conquista, Lezama lo hace remontándose al barroco, que él considera no sólo una poética sino un estilo de vida. Es un gesto de desafío, nos recuerda González Echeverría, que Lezama asume,para “rescatar lo más vilipendiado de la tradición española, lo de peor gusto, lo inaceptable más allá de las fronteras del idioma, e instalarlo en el origen de la cultura latinoamericana”.

La poesía de Lezama es la de la potencia apetitiva, la de la fruición beatífica, la de la jubilación concupiscible, porque en ella, según Saúl Yurkievich, la imaginación establece el acuerdo armónico entre sujeto y mundo, entre el deseo y lo objetual, entre las pulsiones y el entorno material y social. Merced a estas intermediarias irrestricta, la representación del objeto apetecido se libidiniza. Se deja asimilar y modular por los imperativos pulsionales del poeta. Así Lezama concreta, “en una constelada convergencia monológica, el plácido flujo de su sobrenatural sobreabundancia, así concilia lo diferente, lo divergente, proyectándolo al edénico diurno de la equivalencia funcional y morfológica”.

La poesía es otra realidad, que el poeta intenta atrapar por medio de la imagen, o mejor, a través de un conjunto de imágenes combinadas, como lentes o espejos reflexivos. De ahí que, como otra realidad del Ser, o a veces, como una irrealidad que se quiere asumir, las relaciones entre poesía y poeta no siempre sean satisfactorias. Se trata de un sistema idealista, que concibe la existencia de una esencia poesía y un espíritu separados de la materia; esencia poesía que la unidad del poema intenta atrapar a través de la imagen.