La poesía es un acto imaginario, multiplicador y diverso. La poesía cuyo terreno no es la realidad, sino, lo imaginario —la realidad de lo imaginario—,busca en el mundo de la imaginación, las regiones que están entre la fantasía cruda, mecánica (el “fantaseo”), y las que desaparecen más allá de las últimas terrazas visibles. Busca una imaginación que, no obstante ser espontánea por el mecanismo mismo que la produce, puede tener un sentido cuyas claves no sean exclusivamente individuales, una imaginación que remita continuamente al mundo. Entre las noches profundas del racionalismo y la imaginación, la poesía pretende encontrar un fragmento de lo simbólico, tan nítidamente rescatado y brillando con una luz tan propia, que induzca lo real a parecérsele, que induzca a la vida en situación de transformar el arte, a crear una nueva visión, tanto del poema como de la vida misma.
Tal es la preocupación del poeta cubano José Lezama Lima (1910-1976). Su objetivo no es esclarecer un misterio, para que este se vea reducido, empobrecido, a una verdad clara y distinta. Lo que preocupa a José Lezama Lima es el “eterno reverso enigmático” del mundo. En su libro La fijeza (1949), hay varios poemas en prosa que tratan de este tema, el cual, por cierto, se inscribe dentro de una concepción católica del mundo. Desde el momento —dice en uno de ellos— en que Dios (“el principio”) pareció separarse de lo Otro, los hombres se han dividido en dos grupos: “los que creen que la generosidad del Uno engendra el par, y los que creen que lo lleva a lo Oscuro, a lo Otro”. Lezama, por supuesto, comparte más la segunda creencia. El advenimiento del Cristo — que vino a traer la guerra y no la paz, nos recuerda, casi como Unamuno— trastocó las perspectivas habituales. Con él “se ponían claridades oscuras.
Hasta entonces la oscuridad había sido pereza diabólica y la densidad insuficiencia contenta de la criatura”. La poesía, según Lezama trastrueca también esa simetría de opuestos. La poesía nace de la resistencia que encuentra el “súbito” (la imagen) al querer penetrar en lo “intensivo” (lo real).
Pero, advierte Lezama, en el mundo de la poiesis, la diferencia física, “la resistencia tiene que proceder por rápidas inundaciones, por pruebas totales que no desean ajustar, limpiar o definir el cristal, sino rodear, romper una brecha por donde caiga el agua tangenciando la rueda giradora” o como lo dice en otro poema, de manera más elíptica pero quizás más eficaz y sorprendente: “el dado mientras gira cobra el círculo, pero el bandazo es el que le saca la lengua al espejo”.
Parece, pues, evidente: la poesía no es tanto esclarecimiento como revelación, ese instante en que la imagen nos pone ante una totalidad, en que ese “bandazo” rompe con la “embriaguez viciosa del conocimiento” y nos hace vivir, ver el esplendor.
Aun podría añadirse: la revelación, pero del misterio mismo. No hay claridad separada del misterio: revelar es también velar para que lo irreversible encarne, sea inteligible en el cuerpo mismo de su oscuridad. En la base de la poética de Lezama están los conceptos de lo maravilloso, de la contemplación asombrosa, de lo sobrenatural, mágico, religioso. Sustituye el concepto griego de metamorfosis (aun cuando los modos estéticos griegos y especialmente homéricos pesen tanto en su obra) por el concepto católico de transfiguración. Así, para Lezama, el alma, el espíritu, y su forma más aprenhensible, imagen, se vuelven sinónimos de poesía.
La poesía, en él, es la forma de la espiritualidad y de la religiosidad, porque la poesía es lo maravilloso, lo sobrenatural, lo mágico. De ahí que se relacionen estrechamente, en su sistema misterio y poesía. Lo que provoca esta fórmula “la poesía como misterio clarísimo o, si usted quiere como claridad misteriosa”.
La visión de Lezama no es la agustiniana del hombre buscando a Dios en su interior, sino, según Cintio Vitier, utilizando el sello de la semejanza, la capacidad creadora que en él es la potencia imaginativa, “para llenar ese retiramiento, ese vacío que se abre entre el ascendere (uno primordial, diada de participación, ternario que gana el testimonio) el redondear en la tetractis de los pitagóricos el venerable bostezo de lo extenso (reposo del séptimodia), y el descendere órfico del septenario”, aparición del ritmo y de la imagen, interpretada en relación con el descenso del Ser a los infiernos, que es, en definitiva, el espacio de la caída.
Ahora bien, esto supone un desgarrón, una ruptura, una hostilidad, mientras que la intuición clásica del catolicismo, de Dante a Claudel, consistía en sentir esa región dolorosa como un espacio, a pesar de la caída y como a través de ella, comunicativo y resonante. Luz y aliento que permiten la transformación incesante. Una vez más lo que define la poesía de Lezama es su sincretismo donde orfismo, alquimia, taoísmo, catolicismo o gnosticismo parecen enlazar en su intento de ilustrar una visión del mundo y una poética. Así encontramos en su libro Fragmentos a su imán (1977) la noche órfica en su capacidad generatriz. Hesíodo la llamaba la madre de los dioses por su creencia, griega, de que precedía la creación de todas las cosas. En Lezama se asocian el mito órfico y su realidad de asmático, que le impide conciliar el sueño, para hacer de la noche el momento “propicio y mágico” para la creación: “noche monosilábica/con sílabas que avanzan hacia una fruta”. Noche germinadora que trae la calma y multiplica el sueño.