(A PROPÓSITO DE SANTA TERESA Y  ANTONIO RAMOS MEMBRIVE)

Acabo de leer el brillante ensayo  Santa Teresa y el misticismo en España, del querido amigo y diplomático español, Antonio Ramos Membrive,  que me ha  alertado, con lucidez y hondura, sobre  la potencia de lo místico  y su relación  con  lo real, como expresión de lo sobrenatural,  allí donde se disuelve lo real-fenoménico, a través de la percepción.

Con ello se aclara el origen de esas extrañas y convulsas vivencias de espanto de la que habla San Juan de la Cruz–y que, por lo demás, tienen claras correspondencias en las  experiencias y "convulsión penitencial", que preceden a la irrupción o éxtasis místico.  Lo que  Rudolf Otto ha denominado mysterium  tremendum, en el sentido de una "situación irracional", no explicable bajo ningún concepto o lógica.

Este sentimiento puede penetrar el ánimo con dulce flujo en la forma de una devoción absorta del temple de ánimo sereno y en suspenso; se estremece hasta que por fin cesa, y el alma retorna de nuevo a lo profano. Puede irrumpir en el alma entre choques y convulsiones, súbitamente. Puede llegar a extrañas excitaciones, a la embriaguez, al arrobamiento, al éxtasis. Tiene sus formas salvajes y demoníacas. Puede hundirnos en horrores y estremecimientos casi fantasmales. Tiene estados previos y exteriorizaciones toscas y bárbaras. Y tiene su desarrollo en formas finas, purificadas y transfiguradas. Puede convertirse en el temblor humilde y silencioso de la criatura, en la mudez ante…, ¿ante quién? Ante aquello que en el misterio inefable está por encima de toda criatura.

Inicialmente, el numen se hace presente en el alma,  con su componente tremendum; luego, éste cede ante el fascinans. De ahí el sentido mágico de las experiencias místicas, como experiencias de éxtasis, vinculadas a la revelación del cristianismo primitivo o chamánico.

En tales estados se produce la cesación o éxtasis, como olvido pleno de sí mismo, del que uno vuelve en sí mediante el recuerdo,  a la vez internamente renovado y liberado. Así, y más todavía mediante la inclusión completa de la voluntad propia en la voluntad de Dios, para obrar conforme a la voluntad de Dios, es como el hombre se hace "uno" con  Dios.

La doctrina mística de santa Teresa está fundamentada en sus propias experiencias. En Las moradas y  En el castillo interior describe la vida mística desde sus comienzos hasta las mayores alturas de la unión transformadora. La inmensa contribución que nos aporta Teresa a la doctrina mística, es la descripción detallada de los diversos estadios  del  desarrollo místico en la persona. “Poesía un formidable poder de observación psicológica y lo empleó para darnos, según Hilda Graef, una visión extraordinariamente clara de esta evolución que, aunque no sea aplicable en todos sus detalles a todos los demás místicos, no deja por eso de ser verdadera en sus líneas generales”.

En su obra principal sobre el tema, Teresa nos presenta el alma como un castillo en el que existen diversas moradas que conducen todas hacia el centro. Fuera del castillo, en la ronda, hay sabandijas y culebras que representan las distracciones humanas y los pecados. Algunas de estas alimañas se encuentran también en las primeras moradas, las del conocimiento de sí y de la humildad, que son los verdaderos fundamentos de la vida espiritual.  Estas moradas conducen a las segundas, en las que el alma comienza a practicar la oración vocal y partiendo de ella la meditación y el recogimiento que con frecuencia pueden ir acompañados de sequedad y dificultad.  Estas dificultades se han de soportar con fe si se quiere entrar en las cuartas moradas, que introducen el alma en los primeros estadios de la oración mística, que Teresa llama la oración de la quietud.
Este estado  lo describe con gran amplitud, porque en él ocurren la mayoría de los fenómenos que ordinariamente se asocian con la vida mística, como trances, visiones, locuciones y demás.  La oración característica de este estado es la oración de éxtasis,  que es una forma intensificada de la oración anterior de unión. Mientras dura el éxtasis cesan completamente todas las actividades normales humanas: no se puede hablar, el cuerpo se pone frío y como sin vida; de ahí que Teresa diga que “no dura mucho este gran éxtasis”, pero que “acaece, aunque se quita, quedarse la voluntad tan embebida y el entendimiento tan  enajenado, y durar así día, y aun días que parece no es capaz para entender en cosa que no sea para  despertar la voluntad de amar, y ella se está harto despierta para esto y dormida para arrostrar a asirse a ninguna criatura”

A este propósito habla Teresa de la “herida de amor”, producida por el intenso deseo de Dios, lo mismo que de los otros diversos fenómenos que acompañan a este estado. Distingue, entre otras cosas, entre las visiones imaginarias y las intelectuales, siendo estas últimas directamente impresas en el entendimiento, y entre el éxtasis y lo que ella  llama “el vuelo espiritual”.

Sea como fuere, en estas palabras vive, en lo más profundo, un sentimiento "numinoso" de uno mismo, que porta todavía en sí la huella del sttupor ante una aparición espiritual.

La devoción, independientemente de cómo se conciba el objeto al que se dirige, implica siempre un arrebato intenso, emocional, por parte de dicho objeto. Y admite, en cuanto tal, los más diversos grados de tensión interna vinculada al hecho real o fenoménico.

"Recoge tus sentidos dispersos": tal es la amonestación obvia de cualquier predicación que se proponga guiarnos a la experiencia y al conocimiento de Dios, incluso allí donde se encuentra convencida de que dicho conocimiento sólo es posible "mediante la palabra", mediante el testimonio históricamente dado. 

Lo que indaga Antonio Ramos, en su breve texto, es la "interferencia de lo  fáctico"  como  experiencia de lo suprasensible,  que imposibilita la percepción y  el análisis de lo social,  desde una perspectiva de poder, pues se produce un abigarramiento espiritual entre el sujeto de la experiencia y la realidad. Entre la experiencia mística y la realidad inmediata.

Sólo en el recogimiento aprehende realmente el ánimo su objeto, sólo aquí se le hace éste presente en las riquezas de sus elementos y sólo aquí se le experimenta según la realidad y su modo de doblegar, elevar, oprimir o santificar el ánimo.

En el recogimiento, no sólo se ve el objeto con más intensidad, sino que se ven más aspectos del objeto. Al espíritu recogido  se le abre una visión que no es posible en el disperso. Aquél ve lo que este todavía no podía ver. Pero el grado sumo del recogimiento es el éxtasis en su sentido más puro.  Se comprende, por tanto, que sólo en el éxtasis, como forma suma—es decir, plenamente recogida–de visión, se den la contemplación y el conocimiento pleno y perfecto. Y resulta igualmente claro que, cuando el ánimo regresa de su recogimiento para volver a la dispersión, pasando del estado de captación plena al mero recuerdo, tanto la visión como el sentimiento deben tornarse más exangües, oscuros y limitados, mientras que el recuerdo queda en un estado de posesión mucho más rica, de experiencia más profunda, de comprensión más radical y de más intensa agitación interna.