La zoomización de las interacciones sociales promueve la individuación, personificación y desambiguación de elementos de un rebaño. Sería suficiente, para ejemplificarlo, el Dies Irae de los soldados digitales trumpistas corporeizándose y asaltando el Capitolio en Washington, como apoteosis de su demencial metarrelato conspirativo. El 6 de enero de 2021 sólo se puso en escena un libreto al que, durante cuatro años, se le fueron añadiendo diálogos, discursos y acotaciones. Los “actores” de dicha “trama” trataban de distinguirse de la masa sacándose una selfie, tomando posesión de un escritorio, posando para una foto tipo estudio, aun sabiéndose estorninos rizando el rizo en bandada, langostas arrasando plantaciones. “¡Estoy adentro!”, se jactaba, inmolándose en video, un funcionario recién elegido a la Cámara de Delegados de West Virginia, poco después (y por ello), expurgado. Antes bastaba la horca, ahora también te cuelgan en YouTube.

“En el siglo XXI, quien controle la pantalla controlará la conciencia”, pretendió pronosticar, ácidamente, Timothy Leary, sin sospechar que el self control del celular para las autofotos haría más terrorífica esta sentencia suya. Y recordemos que self no sólo significa “yo”, con el control, sino además una categoría psicológica que significa sí mismo. El propósito del autorretrato (selfportrait) continúa inmutable desde el siglo XIV: el autor –fotógrafo o pintor– necesita hacer constar que la imagen de sí mismo no se hizo por sí misma. Es una firma gráfica, sí, pero también una manera de enaltecer su faz, importantizar su estampa. Por eso algunos componentes de aquella horda norteamericana, aunque lucían saltamontes devastando, buscaban ansiosamente dos objetivos: 1) el de abortar el proceso democrático de las elecciones, y 2) el del lente de las cámaras. A diferencia del autorretrato artístico, el selfie no se percibe como réplica, sino como un segundo original: ser la pura “contemplación / de nuestra mutua celebridad / por parte de nadas contemporáneas”, escribió Emily Dickinson.

Aquel intento de hacer estallar el proceso democrático tiene su correspondencia en el universo de los bits: se llama zoombombing (la irrupción violenta en una videoconferencia), y es una forma de ciberacoso, de troleo agresivo, en el que se interviene sin permiso una reunión, para arrojar lenguaje de odio y/o insertar imágenes gráficas irritantes e incluso pornográficas. En abril de 2020, a apenas tres meses de haberse reportado el primer caso de contagio por Covid-19 en los Estados Unidos, ya el FBI lanzaba una advertencia sobre este tipo de hostigamiento en las redes. Zoombombardeo: cañoneo con mirilla. Se dispara a precisión y camuflado a un objetivo que ignora la presencia del gatillero oculto.  He aquí, llevado a efecto, el trasvasamiento entre lo actual y lo virtual, líneas rectas paralelas que empiezan a intersecarse.

No es la bomba informática per se, aunque lo suyo sea “atacar, para anular, modificar un sistema” en el que ha sido plantada (por lo que se le llama igualmente bomba lógica). El estallido del zoombombing es personificado cuando alguien penetra, acometiendo, una reunión –como aquella del congreso americano. Una invasión efímera, pero expuesta, haciendo zoom en los rostros, singularizándolos así. Todos pudimos verlo al instante, en nuestros dispositivos con pantalla de LCD (liquid-crystal display), planicie de cristal líquido cuya característica contagia las relaciones humanas (como ya advertía Zygmunt Bauman) en nuestra sociedad tecnológica. La fugacidad de los encuentros virtuales conduce a relaciones fofas, acuosas, licuadas y, como burbujas, revientan pronto. Excepto, acaso, los propios de la cultura, que cohesiona y provee de identidad a los grupos sociales.

La zoomización va haciendo el mundo proclive a la instauración definitiva de la sociedad veloz, para hacernos vivir en dromocracia. Siguiendo este hilo conceptual, el zoombombing introduce el accidente en el asunto: “…la cuestión del accidente se ha desplazado de la materia al tiempo de la luz” –escribe Paul Virilio– y “es, ante todo, el accidente de transferencia de la velocidad límite de las ondas electromagnéticas”. En el confinamiento ya todos transmitimos, velozmente y a distancia, cualquiera que fuese el grupo etario al que pertenezcamos y nuestro campo de interés vital: alumnos y maestros, cantantes y gurúes, influencers y filósofos (ojo: no son idénticos), antifas y supremacistas, políticos y poetas (ojo: no deberían confundirse). Apelo a Dickinson, otra vez: “¡Eras tan huidizo cuando estabas presente! / ¡tan infinito, cuando ya no estabas!”.

La pregunta por el ser, ha dicho Heidegger, hace que el ente que pregunta se vuelva transparente, pero ahí terminaría la función especular (de espejo) de nuestros autorretratos fotográficos. Basta de nadas poéticas: andamos buscando consistencia, así que mejor especulemos elaborando la pregunta por la Cultura: ¿cómo se expresa en la presente situación de confinamiento sanitario? Me da la impresión de que esta realidad de aislamiento forzoso ha ocasionado que el arte retorne a su índole primaria (cuando se manifestaba con absoluta gratuidad), distorsionada lentamente por los procesos de organización social. No podemos asistir al Teatro Nacional para la temporada de la Orquesta Sinfónica y presenciar su conjunción instrumental y acústica cara a cara y en silencio. Pero, de pronto, es posible disfrutar de un concierto con decenas de instrumentistas cada uno desde casa, y uno los ve ya no en el escenario, sino en una especie de mosaico en la pantalla. Los actores y dramaturgos tampoco pueden cobrar entrada, y ya no se desea “mucha mierda”, sino muchos likes y visualizaciones. No digo que sea lo mismo la sala de una casa que una sala de espectáculos, pero sin dudas la primera es más segura e higienizada en momentos de pandemia.

Otra cosa: tradicionalmente, arte y artesanía se mantenían distanciados entre sí, bajo el presupuesto teórico de artesanía como arte menor, por un prurito de categorías, siendo la cultura elástica. Ahora bien, esta nueva realidad de encierro y toque de queda ha provocado que los artistas abran sus ventanas, reales y virtuales, no sólo para ver el panorama y respirar aire fresco, sino asimismo para cantar ópera a capela, realizar un óleo ante los vecinos de balcón, decir a viva voz un poema de Alejandra Pizarnik. Pero también las llamadas artes menores y las populares se asoman para interpretar rancheras y bachatas, impartir un curso de pintura fácil en casa o improvisar con picardía una espinela. Los poetas también hemos caído en las redes motu proprio, igual que peces de colores líricos, grabando lecturas de poemas y creando, –sin habérnoslo propuesto y pese a haberlo deseado por tanto tiempo–, un archivo audiovisual que, con suerte, permanecerá en las nubes de internet por un buen tiempo. En fin, que este confinamiento ha conseguido, no tanto aplanar la curva de contagio del nuevo coronavirus, como combar la recta de eso que llamamos “arte” y hacer que se toquen las dos puntas.

Lo cierto es que las ICC –industrias culturales y creativas– (como también el sistema educativo, los medios de comunicación y entretenimiento, el proselitismo político, el turismo, en fin: la vida social misma) se están viendo forzadas a reinventarse para evitar su colapso en el repliegue de la zoomización. La intervención del Estado, sobre todo a través de los poderes ejecutivo y municipales, son más fundamentales que nunca en el soporte para la promoción, difusión y comercialización de bienes y servicios de contenido cultural y artístico. Una rosa es una rosa e industria cultural mercado, y el mercado es el mercado y en él se vende la vida, dijo el poeta Alexis Gómez Rosa. Pero mientras, el consumidor de arte, el diletante de cada capa del constructo societal, recibe una oferta opípara y libre de costo. ¿Cómo oponerse a la ventura de un recorrido virtual por el Museo del Prado, la Acrópolis o Petra, la ciudad? ¿Por qué desperdiciar un recital poético virtual, un taller de escritura en streaming, un cuentacuentos a la semana?

Yo me asumo ya homo zoomer. Por el momento, al menos, y mientras dure el auge de las culturas electrónicas en la oleada vírica.