La orgullosa afirmación en la auto-referencialidad y en la autonomía se realiza en espacios históricos, geográficos y culturales, cargados de una materialidad y un espesor que los identifica. El espacio de la poesía en América Latina es un espacio en movimiento, pero también un espacio “situado”, nunca un vacío —no convocante— ni el yermo en que no hay materiales con los que se puede construir, porque previamente no existió un edificio al que hubo que destruir, para con sus restos edificar lo nuevo. Desde esta perspectiva, la poesía dominicana no podrá ser pensada como “mero reflejo” de las europeas, sino como la evidencia de lo que muestra: consolidaciones posibles de universos paralelos de imágenes, alegorías y ritmos diversos a través de expresiones lingüísticas muy particulares.
Con los poemas vanguardistas del poeta dominicano Vigil Díaz (1880-1961), y la publicación de su libro Góndolas, en el año 1912, se introduce la dinámica de la multiplicidad de la polisemia o la pluralidad de sentidos, en la que expresa una concepción laica, específicamente moderna de la vida y del proceso histórico mediante el empleo de juegos rítmicos y piruetas verbales.
Manuel del Cabral en su libro Compadre Mon (1940), funda el registro universal de una posible “prosodia criolla”. En Trópico íntimo (1930-1946), Franklin Mieses Burgos crea un espacio crítico cargado de connotaciones oníricas, referidas a la “violencia opresiva” en la cual vivía la República Dominicana durante la dictadura de Trujillo.
Con el poema Yelidá (1942), Tomás Hernández Franco, elabora un mundo mestizo, mediante una alegoría épica, la cual se desarrolla en Haití, mezclando mitos de la religiosidad popular antillana (vudú), con ideas y leyendas escandinavas.
Con la publicación en 1998 del poemario Las metamorfosis de Makandal, Manuel Rueda instaura un universo mágico-religioso de creencias populares, al ironizar la “conducta ortopédica del poder político” en la República Dominicana, simulando una “ética de hermandad” unida a la historia del pueblo haitiano.
En el año de 1987 José Mármol publicó La invención del día, inventando un espacio de fantasías, mitos y leyendas, de seres cotidianamente atormentados, más allá de cualquier objetividad y entorno y, con el texto Utopía de los vínculos del año 1982, Cayo Claudio Espinal, empieza a forjar la idea arquetípica de nuestra conciencia, escindida y manipulada por el desconocimiento de nuestra historia.
Fijamos esta nómina de libros capitales, pese a que ya explicamos que, en lugar de entender la poesía dominicana en términos de movimientos —una visión eficaz, que alinea el texto con los numerosos movimientos sociales y políticos que ayudan a conferir a las vanguardias su carácter dinámico único, que transmiten el convulso sentido de estar siempre en movimiento, yendo en todo momento a alguna parte (aunque no siempre sabiendo adónde)—, la poesía de vanguardia dominicana ha de entenderse en términos dialécticos de entropía y creatividad o para usar los términos de Arnheim, ha de analizarse a partir de las mórbidas fuerzas catabólicas y saludablemente anabólicas que la hacen auto-contradictoria. Esto rebasa las diferencias estilísticas y conceptuales y hace honor al hecho que virtualmente todos los movimientos poéticos son “erupciones” de corta vida.
Al salir el texto del mundo empírico y crear otro mundo con fundamento propio y contrapuesto al primero, el nuevo mundo ha de revelar su propia ontología. Ante todo revelar su expresión original en el uso del lenguaje.
A sabiendas, pues, de esto, ¿pudiésemos afirmar que los poetas Vedrinistas, Postumistas o Sorprendidos lograron crear una expresión original que revele en las estructuras materiales de la lengua los rasgos axiológicos de nuestra más íntima ontología? Claro que sí. Sin embargo, podría argüirse que textos poéticos como el mencionado Yelidá, Rosa de Tierra, de Rafael Américo Henríquez, Los Huéspedes secretos, de Manuel de Cabral, Círculo, de Lupo Hernández Rueda, Banquetes de aflicción, de Cayo Claudio Espinal, Lengua de paraíso, de José Mármol, Opio territorio, de Alexis Gómez Rosa, El Fabulador, de José Enrique García, Pseudolibro, de León Félix Batista, entre otros, trabajan y transforman los valores estéticos que no encontramos en los textos de los movimientos antes citados. Sin embargo, estos textos por ser poemas singulares y únicos, constituyen un sistema de tradición y rupturas a lo interior de la poesía dominicana, pues la tradición prefigura un campo de reenvíos dinámicos que sitúa y redefine permanentemente una literatura, de acuerdo a la calidad de sus obras y sus hallazgos precedentes, y el lugar que éstos ocupan en el plano de lo universal.
Toda obra de real valor poético trabaja necesariamente una lengua-cultura, que asimila y cuestiona, a la vez que revoluciona sus hábitos, manías y tics verbales, sintácticos, rítmicos y lexicales. Pone en crisis, convulsiona, atormenta el uso de la lengua.
Esta gran angustia nosotros la vemos impresa en todo aquel poema dominicano que, en la actualidad, se nos presenta en su pleno aspecto de dolorosa monstruosidad, nos revela sus caracteres sumamente tenebrosos y tormentosamente sombríos, entre los cuales descubrimos el estremecimiento de un núcleo vivo, constreñido aún dentro de su acerba envoltura de búsquedas verbales y rítmicas.
Cuán afanoso y bárbaro es el desencadenamiento del germen de una nueva espiritualidad, su consiguiente desarrollo hacia la plena afirmación, su conjunción con una poesía correspondiente y, por tanto, definitiva, nos lo demuestran las variadas contorsiones, los múltiples desmenuzamientos, las infinitas deformaciones a la que se sometió la forma durante aquel período de génesis de la poesía dominicana, la cual pasó de un estilo españolizante, neoclásico y colonial, a un rancio estilo decimonónico y romántico afrancesado.
Esta afirmación que —en relación con el modernismo de la poesía dominicana— podría parecer contradictoria con la vanguardia de los poetas compendiados, me parece que afianza la pertinencia del compendio, según la cual los poetas seleccionados responden a un giro poético que va desde el “intimismo analítico”, pasando de lo antipoético, irónico y coloquial a la “pulsión barroca” de un estilo radical y hermético. Verbigracia, Domingo Moreno Jimenes, Rafael Américo Henríquez, Tomás Hernández Franco, Manuel Rueda, Franklin Mieses Burgos, Freddy Gatón Arce, Lupo Hernández Rueda, Pedro Mir, Aída Cartagena Portalatín, René del Risco Bermúdez, Soledad Álvarez, Alexis Gómez Rosa, los ochentistas José Mármol, José Acosta, León Félix Batista, Carlos Rodríguez, e incluso los poetas del nuevo milenio, Homero Pumarol, Frank Báez, Alejandro González, entre otros.
En tales vertientes algunos de los poetas antologados, por la índole de los materiales utilizados y por la amplia libertad de movimiento que se conceden, especialmente Homero Pumarol, Frank Báez, Alejandro Gónzalez, entre otros, en el uso del lenguaje coloquial, resultará más perceptible el empuje renovador de los mismos y también la actitud de negación en que se engloban la variedad y la riqueza en sus expresiones. La escritura de estos jóvenes poetas pasa por el rechazo, y es una provocación constante a los sostenedores de la literatura tradicional y la insolencia apenas encubierta del tono y de las estructuras verbales de su imaginario.
En este libro, En el mismo trayecto del sol. Poesía dominicana 1894-|984 se intenta mostrar diversos aspectos verbales y expresivos imbuidos de una nueva actitud, cuya finalidad no es hallar resultados sino procesos, dinámicas y ritmos que se manifiestan dentro de lo marginal, lo residual, lo incoherente, lo heterogéneo o, si se quiere, lo impredecible que coexiste con nosotros en el mundo de cada día.
Tales movimientos y estilos suponen por fuerzas lenguajes muy diferentes y la comunicación entre ellos no suele ser directa, pero, para los lectores siempre se abrirán pasadizos inesperados que permitirán el tránsito entre un punto y otro de cada uno de los poetas escogidos.