Espero que Juan Miguel Pérez sepa disculparme por “robarle” un sentimiento. Mejor dicho, por reconocer mío un sentimiento que ya el había bautizado con el síndrome del día después. ¿Qué pasa cuando los seres queridos y admirados se nos van? ¿Qué pasa al otro día? ¿Qué sucede realmente?

Yo solo puedo hablar y tratar de responder eso desde mi experiencia. Hace unos días, y en el maravilloso entusiasmo de escribir un texto muy “importante”, me vi tentada a tomar el teléfono y marcar ese 707 que me iba a aclarar todas las posibles dudas de carácter ideológico e histórico que pudiera tener sobre mi escrito pendiente. Tratando de buscarle literalmente la quinta pata con Jorge Pineda, solté el lápiz con abatimiento y le dije: coño, que falta me hace papi.

Con la muerte de Hamlet no solo perdí la presencia ineluctable de mi padre, sino que también perdí uno de mis mas lúcidos interlocutores. La escritura, ejercicio que ambos compartíamos en una especie de competencia amable, soltando ideas de cuando en vez a ver a quien pertenecían las mas brillantes, no es lo mismo sin su acucioso ojo, sin su crítica despiadada, sin sus correcciones oportunas.

Muy a pesar de lo que he creído hasta ahora, mi escritura no ha vuelto a ser la misma desde que él no está. El ultimo texto en el que me precié de tener su ayuda fue para una exposición internacional de arte latinoamericano. Me tocaba abordar la xenofobia. Tarea fácil, pensé en el momento, sobre todo por tratarse de un tema que vivimos diariamente en el patio. Pero no. El concepto y su puesta en práctica tenía una serie de bemoles y sutilezas que solo él reconoció en mi escrito. Me puso ejemplos, paralelos, para poder abundar más y mejor sobre esa manera espeluznante de asumir el mundo. Aquellos dos párrafos llegaron a mi en forma de libro cuando ya papi no estaba. Lo aprecié y atesoré, pero en ese momento no sabía el real valor de esas 700 palabras.

Por más que asumamos la desaparición física, la muerte, como algo natural y nos aliviemos pensando que estamos en paces con ella, creo que en realidad muy pocos piensan en el día después. No el 20 de enero de 2016, literalmente, sino lo que pasa después del ruido, de los pésames y del alboroto de la despedida. La muerte no es el cese de vida, es la ausencia. El día después, puede perfectamente suceder un año o dos después. Yo, particularmente, me encuentro viviendo el día después, un largo y tedioso día después.

Cuando una presencia tan imprescindible se convierte en ausencia ineludible  se pasan por diferentes estadios que muchos estudiosos han tratado de pormenorizar y explicar pero que palidecen ante la fuerza de los sentimientos. El día después excede lo emocional y se convierte en algo físico. Ahora bien, lo que realmente pasa es tan variable y mutable, depende de tantas circunstancias y personalidades. Lo que es constante, cuando el personaje que nos deja ha sido tan enérgico, es ese sentimiento de deserción, esa sensación de indefensión y finalmente la amarga resignación ante el hecho de que hay que resignarse. Recientemente les decía a dos amigas, que pasan en este momento por el mismo puñetazo de la vida, que uno se acostumbra. Y si, aunque pese y avergüence, uno se acostumbra a vivir con el recuerdo. Pero mas importante, y es lo que hay que priorizar, uno se acostumbra a vivir con el ejemplo. Al carecer de ese colchón donde caer sin miedo, crecemos coraza y resortes. Al privarnos de ese refugio en el que encontramos protección y amparo, construimos fortalezas flexibles. Al perder esa crítica fiera y certera, nos convertimos en nuestros mejores evaluadores.

Gastamos tantas lágrimas y sentimientos extremos en situaciones nimias, en sujetos reprochables que no lo merecen, que cuando esas ausencias nos tocan cerca realmente comenzamos a situar las cosas y eventos en su justo lugar. No es fácil, la ausencia es inmensa, no conozco palabras capaces de definir ese hueco descomunal que duele hasta el tuétano. Pero es ese dolor también el que enciende el fuego de la superación, del coraje y la voluntad de mejoramiento.

Quizás Hamlet ya sabía que el día en que se fuera sus hijos, amores y amigos lo iban recordar constantemente. Quizás también sabía que iba a dejar una grieta inmensa en la sociedad dominicana. Probablemente también supo que sus amigos se quedarían sin un magnífico interlocutor y que sus enemigos se quedarían sin el mas fuerte y brillante de sus contrincantes. Quizás lo supo todo y nos dejó muy tranquilo, consciente de nuestra imposibilidad de olvidarlo.