Expongo ahora la segunda justificación de Raskólnikov de su teoría del derecho al crimen, que es desarrollo de la primera y constituye su dialéctica del delito, postulada desde la fase inicial del relato.
Hay mucho contenido por expresar y poco espacio para relatar. Por ello prescindo situar las circunstancias de la novela en que ocurre la exposición de tales ideas.
El discurso aparece como un artículo publicado por el protagonista en una revista titulada La Palabra periódica, en la época en que acontece la crónica.
Comprende una especie de prólogo que describe las ideas de los nihilistas y socialistas sobre la cuestión ¿existe el crimen…?
El joven responde: El crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Tal es su única razón. Estos sostienen que el individuo se pierde a causa del medio. Si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de transgredir y todos los hombres llegarían a ser justos.
Sin embargo, señala Razumijin, amigo de Raskólnikov –opuesto a las ideas nihilistas–, no tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, esta no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al final una sociedad normal. Suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia.
Consecuencia de esta teoría es que la sociedad sería una construcción, la obra de un planificador, de un ingeniero. Nace como una serie de ladrillos sobrepuestos. La edifican para disponer los corredores y estancias de un falansterio.
Semejante comunidad de consumo y producción se puede construir, pero no es creación de la naturaleza humana, que quiere vivir todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio.
La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay millones de posibilidades.
Reducir la sociedad a una cuestión de comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora que hace innecesaria toda reflexión: he aquí como conciben lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas…! Aquí concluye el prólogo.
Raskólnikov comienza a exponer al considerar el estado psicológico del criminal mientras ejecuta el delito. El culpable sería un enfermo.
Salto ahora la discusión, el diálogo que provoca esta formulación y destaco la conclusión: se afirma que hay seres que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley. Esta perspectiva constituiría: El derecho al crimen de algunos.
El estudiante divide a los hombres en dos clases: los ordinarios y los extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes por estar constituidos de esa forma. Mientras que los otros, los excepcionales estarían capacitados para cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, por ser personas superdotadas.
Empero, Raskólnikov puntualiza un matiz: no sostiene que los hombres excepcionales están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sugiere que el hombre sobresaliente tiene el derecho…, pero este no es un derecho legal, sino moral…. Su conciencia puede franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija el cumplimiento de sus perspectivas que serían beneficiosas para toda la humanidad…
Ilustra lo dicho con los descubrimientos de Kepler y Newton. Si sus hallazgos no pudieran llegar a la humanidad, se habría justificado el sacrificio de una, cien o más vidas humanas que fueran obstáculo para ello.
Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que el físico tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara.
Raskolnikov justifica su idea de que grandes guías de la humanidad, tales como Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón,…; todos han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violan las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque estos líderes no retrocedieron ante los derramamientos de sangre –de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes, por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello–. Todos estos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre.
Continúa al proclamar que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente criminales, claro, en grado variable como sería lógico. Si no lo fueran, les sería difícil salir de lo común, y resalta: No afirmo nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito.
Respecto a la división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, el teórico admite que es arbitraria. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los auténticos hombres, que crean y postulan en su medio palabras nuevas.
Las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de estas dos categorías son, a mi entender, bastante precisos.
La primera se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia. La obediencia es su pasión. Creen que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y no ven nada de humillante en ello. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o tienden a violarlas por todos sus medios. Los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos.
Estos hombres reclaman, con distintas fórmulas la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. Y, para garantizar el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; teniendo en cuenta la clase e importancia de sus concepciones. Sólo en este sentido –dice el asesino– hablo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. Recuerdo que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.
Por otra parte, no hay porqué preocuparse demasiado. La masa no les reconocerá nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, con lo que consuma del modo más radical su papel conservador, que cumplen hasta cuando las generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos….
Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines nuevos. Las dos tienen su razón de existir.
En una palabra, creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle..., hasta la Nueva Jerusalén, es decir, una sociedad perfecta. Tal es el postulado de Raskólnikov.
El origen de la teoría de Raskólnikov se configura con la afirmación de la figura de un hombre excepcional, predestinado al poder, que tiene el derecho de disponer de todo lo que hay en el universo hasta donde alcanza su capacidad de poder apropiarse de lo otro, aún de la vida humana.
Este es un tópico vigente, muy discutido en la época. Durante todo el siglo decimonono se toma como arquetipo de esta especie de superhombre en potencia la figura de Napoleón Bonaparte.
Su mito adquiere vigencia al tomar como modelo las circunstancias de su existencia: su nacimiento en un lugar marginal de la historia de Europa: Córcega; su hazaña se engrandece al ser hijo de gente pobre, campesinos sin abolengo y haberse transformado por la fuerza de su voluntad y la profundidad de su visión en el dueño y señor de toda Europa.
Se resalta su dedicación al estudio, su inventiva, su ambición de unificar a Europa, sus batallas para defender e imponer los ideales de la Revolución francesa. El eco de su epopeya llega hasta Nietzsche y su teoría del superhombre.
Mucha literatura importante recoge y transmite la admiración a su genio: Stendhal le dedica dos novelas y una biografía; Balzac, El médico rural; Víctor Hugo, Los Miserables; Tolstoi escribe Guerra y Paz y Alejandro Dumas El conde de Montecristo, solo para mencionar algunos de los más destacados.
El propio Napoleón contribuyó a la creación de su mito literario con encuentros como el que mantuvo con Goethe en Erfurt en 1808. Beethoven le dedicó su revolucionaria Tercera Sinfonía, la heroica. Mientras, el historiador inglés Paul Johnson hace referencia a su historial militar: 17 años de guerras y quizás seis millones de europeos muertos. [F. Dostoievski, Crimen y castigo, III parte, Capítulo V. Akal Ediciones, trad. Sergio Hernández-Ranera, 2007, Edición digital.]