Nadie como Jorge Luis Borges ha hecho de la estética una filosofía y una justificación vital a través de la cual el universo existe en tanto puede imaginarse poéticamente.

La poesía borgeana vive en el tiempo que se piensa como un profundo concepto metafísico.
Leer a este poeta es aventurarse a entrar en un laberinto donde el instante es eterno. Eterno por ser real dentro de lo inexistente y subjetivo, tanto en el poema como en la vida misma.

Esta poética, de suyo, se define por la imaginación razonada que transfigura la emoción en un hondo y un pensativo sentir. El poema es en ella un modo dirigido de pensar. El pensamiento se transforma así en la base activa mediante la cual actúa el Azar. De ahí que no existe razón o motivo alguno para construir una estética, debemos partir de las emociones.

Las emociones nacen de una "raíz mágica", y su placer de la conciencia y trabajo vigilantes del poeta. El lenguaje funda al ser para la poesía, y allí donde hay lenguaje hay poesía. El poema es, pues, la aventura radical del ser y la estética "una vanidosa ilusión… o una fuente de estímulos y de trabas". Cada poeta, finalmente, encuentra su propia forma, su visión y su ritmo. En su libro “Los Conjurados” (1985), Borges expresa su esceptismo en torno a las escuelas, corrientes y tendencias poéticas. Las teorías pueden ser admirables estímulos… pero, asimismo, pueden engendrar monstruos o meras purezas de museo.

El autor de “Siete noches” (1983) no cree en la inspiración pura y simple. Al poeta frenético y arrebatado, le opone el "poeta sacerdotal", en virtud de quien creo
que se arrebata y toca zonas insospechadas e inimaginadas por la razón, dejando fluir libremente su voluntad, fantasías y sentir. El poeta hace conciencia al momento de escribir transformando el arrebato inspirativo en palabra racional y sensitiva. Fue Mallarmé quien estableció que el poema no se escribe sólo con intención emotiva, sino con palabras (aunque su resultado último, digo yo, sea una forma alucinada de conocimiento, de intuición y de saber). La creación poética exige un trastorno total, un desarreglo razonado de los sentidos, como quería Rimbaud, una alucinación intuitiva, pero a su vez reflexiva y meditada, que agregue a nuestras perspectivas una novísima realidad mágico-erótica, ya que nadie habla por boca del poeta, excepto su propia conciencia. El verdadero poeta no escucha otra voz ni escribe al dictado: es un hombre despierto y dueño de sí mismo.

Borges refiere en la introducción a su “Obra Poética” (1923-1977), que la literatura sólo existe en el comercio del poema con el lector, "no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro". La poesía existe sólo como acto de interpretación subjetiva que se cumple si el lector entra en contacto directo con la obra. La obra se conoce en ese comercio o misterio de símbolos que empuja al lector a un vértigo u órbita irrepetible y singular que crea la lectura. De ahí los deberes que ha de tener todo verso: comunicar una situación precisa y estremecernos físicamente.