Estoy solo en mi casa. Mi esposa quedó varada en los EEUU y no puede regresar. Acabo de hablar con ella, como hacemos a cada rato en estos días. Ayer ha llorado y hoy se le humedecieron los ojos, cuando le dije: -mi amor. Aunque la prohibición de entrar o salir del país expira temprano en abril, debes prepararte mentalmente para que siga en pie dicha prohibición. Debes –expliqué- prepararte para 90 días y que te sorprenda la buena noticia de que son menos.
Esa conversación inspira este artículo, que es un intento de ayudar a algunas personas a no enloquecer, deprimirse o -peor aún- enfermarse. La inmensa mayoría de mis lectores nunca ha estado encarcelada, y sé -también- que ninguno estuvo en algún tipo de entrenamiento militar, que lo obligara al aislamiento sin contactos con otras personas. Yo he vivido ambas experiencias y he aquí como pude sobrellevarlas. Como bien saben todos los que me conocen o conocen mi historia, viví meses de aislamiento en Cuba, mientras me preparaba para operaciones de inteligencia. Luego -en 1975- estuve 4 meses y 6 días preso e infamado, cuando la policía acusó a Diómedes Mercedes y Cheché Luna de haber asesinado -junto conmigo- a Orlando Martínez, gran periodista, intelectual de fuste y amigo entrañable. Sobreviví, como todos los presos en todas las épocas, a base de voluntad, disciplina y rutinas que combaten la ansiedad, como los antibióticos hacen con las bacterias.
Lo primero es que hay que hacer rutinas nuevas y dedicar tiempo a ejecutarlas. Ahora me levanto alrededor de las 7:00 de la mañana y veo los mensajes o avisos en el celular, pero sin leerlos, a menos que sean urgentes. Hago la higiene personal básica, tomo la pastilla de la presión y me voy a la cocina a hacer café. Tras el café, regreso a la cama a ponerme las gotas de los ojos y es entonces cuando leo los mensajes. A veces, no siempre, abro mi computadora en la cama y empiezo a leer noticias. Cuando vivía en Cuba no había nada de esto y llegué a sintonizar programas de radio que no me interesaban por la importancia de tener horarios y rutinas.
Regreso a la cocina y preparo desayuno. Dos pedazos pequeños de batata cocida al vapor y dos huevos revueltos con cilantro. Me desayuno y -a seguidas- lo friego todo. El resto de la mañana lo empleo en leer y/o escribir. Hago o recibo algunas llamadas, siguen llegando mensajes. Alrededor del mediodía hago los ejercicios de terapia, prescritos para ayudar a mi deteriorada columna. Debería ser una hora, pero no llego a tanto y me consuelo pensando que tanto afanar en la cocina suple.
Alrededor de la 1:30 p.m., después de alimentar a la perra y una gata que tenemos, me dispongo a cocinar algo, aunque no tenga hambre. Es la rutina, el obligarme a hacer algo, a ocupar ese tiempo y crear secuencias.
Después de las 2:30 p.m. almuerzo, limpio y friego todo. Luego enciendo el televisor bien para ver dos horas los Vikingos en Netflix o ver otra cosa local. Echo una siesta breve en la tarde y luego voy a revisar cisterna, basura e inventario. Hay más llamadas y mensajes de texto que atender. Al atardecer es la hora de lectura o escribir y me impongo una merienda breve, en lugar de la cena. Entonces -indistintamente- leo, estudio o vuelvo a ver televisión, hasta que -pasadas las 10:00 p.m.- el sueño empieza a vencerme. Los que no tienen acceso a estos recursos tendrán que contar hormigas, perseguir cucarachas, clasificar piedrecitas, soñar despiertos, barrer, limpiar, ejercitarse. Todo con cierta disciplina para convertirlo en rutina.
Hay otras funciones no detalladas, como lavar la ropa, arreglar la cama -que lo odio-, cambiar sábanas, botar la basura, cambiar las toallas, lavar la estufa y barrer o limpiar la casa, que no he hecho aún. Pero ¿cuál es el punto? El preso desea -pero no sabe cuándo llegará- la orden de libertad. Sabe que no depende de él. No tiene sentido vivir esperándola cada hora. Hay que suplantar la angustia de la espera por las rutinas que llenan ese espacio y asumirlo como un estilo de vida, y aprender a hacer cosas que nunca habíamos hecho, como -en mi caso- manejar una lavadora de ropa, como hice ayer.
No importa cuánta angustia nos embargue, el tiempo de cuarentena no será más reducido ni más largo y ¿cuál -después de todo- es la prisa? Acaso el riesgo de contagio latente es menor? Y, total, queremos estar afuera ¿para hacer qué?
Nadie lo tenía previsto así, pero la realidad llegó. Yo mismo, que había anticipado este escenario durante años, no imaginé nunca que sobreviniera a escala global, en tan poco tiempo. No sé si seré de los que sobrevivan, pero todos debemos tener claro que el mundo que sobrevivirá a esta pandemia será -como ya consigné en dos artículos anteriores- que titulé: DESPUÉS DEL CORONAVIRUS y EN TERRITORIO APACHE.
Como estímulo para querer sobrevivir, tengo el deseo intenso y largo de ver un mundo mejor del que está quedando atrás: sin tanto egoísmo, consumismo, mala fe, avaricia, corrupción, perversidad, ruido, contaminación. Pero no será un mundo de mi hechura, como no lo será de la de nadie. Simplemente, si sobrevivo, tendré esa suerte que creo merecida. Nuestra humanidad está pasando del pánico al silencio, al culto del silencio. Del rechazo a pensar a la inevitabilidad de hacerlo. Pero, en esta transición, veremos mucho fanatismo, muchos crímenes y muchos abusos. Tendremos suerte si podemos moderarlos. Por ahora, sépase que la ansiedad -aunque comprensible- no ayuda y que la angustia perjudica. Si fuera cristiano practicante -como todos los demás en mi familia- diría: resignación Señor.
Hay que pensar, hay que leer, hay que calentar el alma, pero refrescar la mente. Esta pandemia, como todas las anteriores, pasará. La inmunización de rebaño llegará. Si usted necesita ayuda, pídala, pero no se prepare para 15 días sino para 90, y que le sorprendan los 40 o los 60 días.