Pese al ominoso recuerdo que esas siglas reviven, recibimos con hospitalidad a los comisionados designados para comprobar la denuncia del Estado haitiano sobre presuntas violaciones a los derechos humanos cometidas por las autoridades dominicanas en su proceso de regularización migratoria.

Lo que los miembros de la misión observaron no fue nada sustancialmente distinto al cuadro cotidiano latinoamericano: el éxodo del hambre; ese instinto sin bandera ni sumisión que empuja a los nicaragüenses a Costa Rica, los colombianos a Venezuela, los dominicanos a Puerto Rico y los mexicanos a Estados Unidos, desafiando los trances más tortuosos e impensados. Pero, ¡cuidado!, esta migración tiene historia y marcas propias: nuestra vecindad es con el país más pobre del hemisferio occidental, trenzada por relaciones hostiles y separada por contrastes culturales abismales. Las identidades de los dos pueblos siguen atadas a raíces diferentes sin que la convivencia territorial de casi tres siglos haya podido prender algún asomo de sincretismo. Esos condicionamientos pueden trasmitir impresiones equivocadas; no obstante, ni el tiempo, ni la cercanía, ni la voluntad de sus gobiernos han podido redimirlos, al contrario: han servido para fabricar victimizaciones e intrigas internacionales. Somos y seremos pueblos culturalmente diferentes y esa premisa es fundamental en cualquier tipo de “solución”.

Seamos francos: Haití no le apetece a nadie. Un país con indicadores sociales catastróficos, una renta anual de 390 dólares per cápita, más de la mitad de la población por debajo de la línea de la extrema pobreza y un índice de pobreza tres veces superior a la media en América Latina y el Caribe, es una carga muy pesada.

Es cierto, en la sociedad dominicana prevalece una apreciación peyorativa del haitiano, no tan agresiva ni ofensiva como la que tienen los blancos americanos respecto de las minorías latina y afroamericana, o los europeos en contra de los gitanos, africanos o eurorientales, por solo citar ejemplos emblemáticos. Sin embargo, esa subvaloración cultural no se ha basado en el odio racial, más bien en prejuicios sociales históricamente explicables. Después de nuestra independencia, en la vida de los dos pueblos no se han suscitado hechos de violencia masiva ni de beligerancia militar. Las relaciones se sostienen, con episódicas tensiones,  en un clima de tolerancia recíproca. El término apartheid nos queda grande y constituye un insulto a la verdad y una afrenta a la dignidad de los dos pueblos.

La República Dominicana no es una nación rica, los pobres e indigentes suman algo más del 60 % de su población. La única diferencia entre la miseria dominicana y la haitiana es su expresión cultural. Qué pena que sus comisionados no visitaron los barrios marginados de la ciudad capital a ver si apreciaban alguna diferencia con los hacinamientos urbanos de Puerto Príncipe. Pese a ello, la República Dominicana ha tolerado una migración pacífica pero insostenible, a tal punto de que existen comunidades rurales donde la población haitiana es más alta que la dominicana. Si visitaron la frontera domínico-haitiana se dieron cuenta de que los pueblos fronterizos son virtualmente comunidades binacionales.

Ciertamente los haitianos han contribuido con su fuerza laboral al crecimiento económico dominicano, aporte estimado en un 5.4 % del PIB nacional, pero, como contraprestación, han accedido, en igualdad de condiciones, a nuestro precario sistema de salud pública, además de remesar, como fruto de su dignidad laboral, cerca de mil millones de dólares anuales a su país. A nuestro país lo han dejado solo con un problema que con el tiempo asumirá magnitudes  aterradoras. Nuestro pecado ha sido regularizar, con absoluto, soberano y justo derecho, una inmigración ilegal caótica, degradante y desbordante. ¿Quién ha condenado a Trinidad y Tobago por la resolución de  expulsar este año cerca de 110,000 extranjeros ilegales de su territorio? ¿Alguien ha criticado la reforma migratoria de la Mancomunidad de las Bahamas y las condiciones de ejecución de sus draconianos programas de deportaciones? Desde noviembre de 2014, Bahamas ha deportado cerca de 3,400 haitianos. ¿Qué fuerza o autoridad tiene la OEA para verificar y sancionar las flagrantes violaciones a los derechos humanos en las repatriaciones del gobierno de los Estados Unidos, cuando ese país no ha reconocido la jurisdicción de la Corte Interamericana?

No juguemos a la hipocresía: El gobierno haitiano sabe que a Washington le importa más la pacificación política de Haití, por su impacto geopolítico y migratorio, que los derechos humanos. Por eso es sintomático que cada elección sea precedida y seguida de una crisis que ha obligado a transacciones políticas como la que le facilitó a Martelly llegar al poder en un país militarmente ocupado por una fuerza extranjera. A Martelly, quien no puede constitucionalmente reelegirse, le interesa atizar una crisis que pueda prolongar fácticamente su mandato o forzar una opción favorable en medio de una crisis internacional. En ese contexto, una confrontación de este tipo es estratégicamente inmejorable porque concitaría la voluntad de todos los haitianos. Y es que ambos pueblos han padecido los desafueros de sus élites políticas. La diferencia reside en las fachas institucionales: mientras en Haití todavía existente una estructura sociopolítica tribal, en la República Dominicana al menos contamos con una institucionalidad formal, precariamente operante. En Haití las mafias del poder concentran los medios de producción, las redes de especulación y las ayudas humanitarias, en algunos casos, a través de empresarios dominicanos. Martelly tiene intereses personales en una buena parte de esos negocios. A esas mafias comerciales vinculadas a los centros fácticos de poder les interesa la crisis porque una restricción o interrupción en el flujo comercial produciría acaparamiento, escasez y aumento de precios. Esta es una crisis inflada y camuflada con propósitos chantajistas. El tema de los derechos humanos es la carnada: barata retórica.

El Plan de Regularización de Extranjeros es un ensayo que pretendió redimir los efectos de una sentencia constitucional infortunada; un esfuerzo que ha merecido reconocimientos. Es posible que haya casos que ameriten revisiones profundas, pero de ahí a pedir a la comunidad internacional que obligue a la República Dominicana a evitar, suspender o terminar las repatriaciones es tan abusivo como ilusorio.

Las estrategias políticas haitianas, frente a una comunidad internacional evasiva, han sido exitosas en las victimizaciones. Los Estados miembros de la OEA deben ponderar los méritos de estas denuncias en su particular contexto político. No es justo que la acción diplomática sea usada como recurso de manipulación; aceptarla, sería un precedente nefasto. ¡Cuidado!