Una vieja película de Alfred Hitchcock de 1944 titulada “NÁUFRAGOS” relata la angustia, desesperación, egoísmo, solidaridad y desesperanza de 8 sobrevivientes que, en un bote salvavidas en altamar, están a la deriva. Encerrados en la infinitud del océano, bajo el sol o las estrellas, rodeados por una sensación de espacio infinito, estas personas inexpertas en la navegación y novatos como náufragos sueñan con ser rescatados o con llegar a algún lado. En el curso de esta travesía sin destino viven sus miserias y revelan sus grandezas.
Esperan vivir pero se saben al borde de la muerte por hambre, deshidratación, agotamiento. Todos los náufragos, empero tienen algo en común que los diferencia de los que ahora estamos bajo cuarentena.
Los náufragos están abandonados y perdidos en medio del océano pero saben que si logran aguantar y sobrevivir, les espera el regreso a la normalidad. Los que vivimos la cuarentena estamos naturalmente asustados, tratando con rutinas de llenar los espacios, conjurar los tiempos pero estamos peor que aquellos. Deseamos, ansiamos o anhelamos sobrevivir a la epidemia pero cuando lo logremos no tendremos a donde regresar. El mundo que encontraremos al salir de la cuarentena no se parecerá al mundo que había cuando entramos en ella.
Repleto de incertidumbres y amenazas está el presente y quisiéramos escapar, irnos a un lugar donde no acechen esos peligros. Pero ese lugar no existe. La epidemia está en todas partes y además ya casi no se puede viajar.
Entonces, la paz y la calma que uno puede cultivar para sobrellevar el presente debería tener como recompensa la certidumbre de que, después que hayamos pasado por todo esto, regresaremos a la normalidad. Pero eso no será posible porque no hay ya normalidad alguna. Solamente pasaremos de un periodo de angustia e incertidumbres y peligros a otro pero con similares características. Eso tiende a debilitar el espíritu, a quebrar la voluntad de sobrevivir porque mientras mas certidumbre tenemos de que al final de este camino no está la paz y la prosperidad anheladas sino otras formas de desconcierto, mas sombrío se torna el futuro y menos aliciente provee para luchar y mas personas se entregarán a la desesperanza.
La vida, sin embargo, renacerá. Una parte de esta generación de plástico, de esta civilización de celofán se va a pique. Luchamos para que nuestros hijos no pasaran trabajo, que vivieran mejor que nosotros, evitarles nuestras penurias y ahorrarles nuestras angustias. Muchos de nosotros formamos, en el proceso, una generación de inútiles, débiles de cuerpo y de espíritu. No les enseñamos a luchar para sobrevivir, no conocen la tierra, el sudor ni la sangre. No pasaron hambre, no rodaron ni sufrieron mas que penas de amor. Siempre tuvieron calor y afecto pero fueron mas sus derechos que sus obligaciones.
Ahora sobrevivirán mejor los descendientes de Esparta, los guerreros, los hijos de la necesidad y del desamparo no los hijos de mami y papi. Pero imagínense: ¿quien hubiera conseguido que una madre dominicana hiciera ese trabajo?