Un punto equidistante de la calle Cerra, entre las avenidas Ponce De León y Fernández Juncos, justo en el área de la Parada 15 en el distrito de Santurce, fundado hace más de 240 años por negros libres, El Quisqueyano era el epicentro de diversión sana de una parte de la juventud dominicana de los años 70 del siglo pasado en la capital de Puerto Rico. Entonces, el merengue reinaba entre la diáspora y competía de tú a tú con los reyes de la salsa como Willie Colón, Pete “El Conde” Rodríguez, Cheo Feliciano, Celia Cruz, Johnny Pacheco, Héctor Lavoe o Rubén Blades.
En ese lugar, donde se medían los niveles de popularidad por la música que se vendía en la calle de las disqueras, se aliviaba la nostalgia y la distancia de la Patria, cuando no en el balcón de la casa a través de Radio Mil Informando en onda corta, y se marcaba el paso en los compases de Wilfrido Vargas y sus Beduinos, agotando Las avispas o El barbarazo; Jossie Esteban y la Patrulla 15, con El moreno y El tiguerón. Y al Conjunto Quisqueya había que sacarle su comida aparte con Los Limones o Pegadita de los hombres. Entonces, éramos “espatriaos” o “hijos de la república” bananera.
La generación de dominicanos del ’73 en la Isla del Encanto, recibida con los brazos abiertos por los hermanos puertorriqueños al igual que a todos los extranjeros, sobrevivió al veneno de las drogas y a las secuelas del final de la guerra de Vietnam a base de estudios, trabajo y sacrificios. La esperanza era retornar a su país con una formación profesional, o integrarse a la fuerza de trabajo local, lejos de las discotecas y el desenfreno de la salsa de las Estrellas de Fania.
En años siguientes, la diáspora creció y ocupó espacios en La Placita de Santurce, Barrio Obrero, Villa Palmeras, Hato Rey, Carolina, el mercado de Río Piedras, Villa Prades o Levittown, por otros motivos y razones.
La mayoría de los jóvenes, entre los 15 y los 19 años, estudiaban en el sistema de escuelas públicas. Sus padres –sastres, domésticas, cocineros, mecánicos, albañiles, etc.– no generaban los ingresos suficientes para enviarlos a colegios privados o católicos de la zona. Todos eran inmigrantes por razones económicas. En la Escuela Superior Central, o Central High School, un enorme palacete convertido hoy en museo frente a la tienda González Padín, en la Ponce de León, entre las Paradas 19 y la 22, la promoción de 1973 soñaba, estudiaba y bailaba. Sudados, agotados hasta más no poder, las parejas terciaban por un regalo, una Presidente o la entrada gratis a El Quisqueyano, algunos ataviados con afros, patillas largas y pantalones de campana.
Aracelis, Manuel, Rosita, Salvador, Minerva, Henry, Miladis y Juan, entre otros, solían reunirse en un banco bajo un frondoso árbol, en el patio frontal del plantel en las horas de receso, para ponerse al día de los últimos sucesos personales, la moda y elogiar o burlarse de algunos maestros. Mientras otro grupo, denominados Los ratones de bibliotecas, entre ellos Jesús, Quico, Isabel, José Arnaldo y Belkis, se refugiaban en los cubículos de lectura para dar rienda suelta a su curiosidad literaria, protegidos por la tranquilidad y el manto del silencio creador, lejos del mundanal ruido y las tentaciones. Las cafeterías solían estar llenas de parroquianos y los puertorriqueños se desvivían por las dominicanas de servicio, lo que generaba celos entre las boricuas.
Todos se graduaron en mayo de 1973. No se registró el fracaso de uno de ellos por adicciones o desviaciones sociales. Tampoco eran Ni-nis. Sus familias no recibían subsidios, cupones de alimentos o ayudas federales, pues como residentes legales entonces no calificaban para asistencia pública. Todo se obtenía a base de esfuerzo personal y labores parciales de mensajeros, limpiabotas, lavaplatos o parqueador, salvo algunas becas federales y el almuerzo escolar. El principal temor era el reclutamiento militar obligatorio y la palabra Vietnam. Entonces, ser dominicano en Puerto Rico era sinónimo de trabajador, honesto y responsable, y nadie quería vivir en Trastalleres, Barrio Obrero, el Fanguito o La Perla, el mismo otrora ominoso barrio de Despacito.
Cada fin de semana, El Quisqueyano era el punto de encuentro de esa generación que aprovechó al máximo el tiempo, el espacio y las oportunidades de estudios para hacer futuro, gracias a la generosidad de los puertorriqueños y a su exigente sistema de instrucción (educación) pública. Las reglas eran claras: quienes respetaban las leyes y las buenas costumbres, eran aceptados y adoptados. De los “mojados”, apenas se hablaba en los medios, y en Quisqueya canta para Puerto Rico, que producía Porfirio Peña en la WIAC, bajo la dirección del recordado bolerista Felipe “La Voz” Rodríguez, amigo entrañable de los dominicanos.
La generación del ’73 en Puerto Rico dio buenos frutos. Unos se graduaron de ingenieros en el Recinto de Artes y Ciencias Mecánicas de Mayagüez; otros en la Universidad de Puerto Rico, la Universidad Interamericana, la Ana G. Méndez y otros centros educativos. Algunos ingresaron a las fuerzas armadas de los Estados Unidos, como fue el caso de Manuel a quien encontramos años después casado con Aracelis, en Washington, DC, como oficial enfermero en el Centro Médico Militar Walter Reed, de la capital federal.
Al disminuir el empuje económico de la isla y sobrevenir la crisis del petróleo en la década de los ’80, muchos optaron por emigrar a territorio continental norteamericano. Otros se quedaron en la isla a merced de las vicisitudes en carritos plataneros o de “hot dogs” en la playa de Isla Verde, o la rebatiña política entre reformistas y perredeístas. En años siguientes, la diáspora creció y ocupó espacios en La Placita de Santurce, Barrio Obrero, Villa Palmeras, Hato Rey, Carolina, el mercado de Río Piedras, Villa Prades o Levittown, por otros motivos y razones.
La calle Cerra de Santurce, en sus inicios área de prostitución o zona roja, es citada por el cantautor cubanoamericano Willie Chirino en Medias negras, balada-son prestada del compositor español Joaquín Sabina, incluida en su álbum Mentiras piadosas, del año 1990, en versión balada-blues. El Quisqueyano fue testigo de alegrías y penas, sabores y sinsabores de una generación de dominicanos que marcaron su paso por el Puerto Rico dinámico a fuerza de tacos, cintura y hebilla para dejar su impromptu en la tierra de José de Diego, Manuel Zeno Gandía, José Gautier Benítez, Julia de Burgos, Abelardo Díaz Alfaro, Luis Lloréns Torres, Luis Palés Matos, Luis Muñoz Rivera, Evaristo Rivera Chevremont y, por qué no, también Tite Curet Alonso.