Trato de escribir esta crónica mientras pretendo no escuchar (vano intento) un fiestón “en vivo y a todo volumen”, de un artista de Dembow (creo que así se escribe) en una esquina próxima. Y me hago la eterna pregunta ¿dónde está la música? Por lo menos lo que trato de no escuchar pero ni modo, se basa en un esquema electrónico gobernado por una computadora. La única música y los músicos que alguna vez la tocaron, es una referencia muy lejana que luego pasó a miles de programas digitales que los usan como mejor les parece. Y me pregunto si ese es nuestro futuro: un “género musical” donde los músicos no existen. Seamos más precisos, el elemento electrónico en la música se conoce hace tiempo: los pianos con programas diversos de sonoridad, instrumentos de viento, efectos para la guitarra, secuenciaciones de las voces y la música, entre muchos otros. Sin embargo, en ninguno de estos casos se excluía al músico, avances aprovechables para facilitar el trabajo, no para anularlos.
Sé que los defensores de estos “géneros” (regetón, dembow, “merengue” de calle) arguyen a su favor el que son auténtica expresiones de lo popular y de que hay mucho de poesía en ellos y es, por lo tanto, un reflejo de la sociedad. Debe haber suficientes razones en esos argumentos, sin embargo, es como decir que la sociedad y su sectores populares sólo pueden producir esos adefesios musicales y poéticos. Es como decir que todo lo otro que ha salido del pueblo y no es aberrante no es popular. No sé cuál es la relación pretendida, seguro que no es para nada una imitación del fenómeno de los streets poets o poetas de la calle, del que fui testigo por haberlo visto y escuchado en los finales de los sesenta y principio de los setenta en New York. Estos eran reales poetas, acompañados por reales músicos que se paraban en cualquier esquina a gritar sus versos acompañados, siempre, de guitarras o percusión. Poemas alusivos a asuntos sociales y políticos del momento y muy bien armados. Para nada similares a esas diatribas seudo-poéticas y denigrantes no sólo del lo popular mismo, también del ser femenino. Sería interesante consignar en alguna encuesta, cuantos asesinatos han generado sus letras.
Aunque, ciertamente, es un reflejo de la sociedad que nos ha tocado vivir. No entraré en análisis sociológicos, no me corresponde, pero detengámonos un momento en las consideraciones musicales. ¿Por qué hemos llegado a tal degradación? Una máxima de los estudiosos de la música y un poco para evitar el otro extremo, se refiere a aquello de que no hay música mayor o menos. Tratan, esos estudiosos, de entrarle a cualquier forma de las expresiones populares sin el prejuicio europeizante del cual nadie más que nosotros hemos sufrido por cientos de años. En esos casos, los de los prejuicios, todo lo que huela a negro (africano) no tiene valor, no es “serio”. Del otro lado, la posición extrema, todo lo europeo es ilusorio. Hace años de que me convencí de que ni lo uno ni lo otro ya es válido. El Caribe (y nosotros dentro) ha logrado armar, desde ambas raíces, un menjunje nuevo y ya no le debe a ninguna de las dos “madres”.
Entiendo que en el afán de no degradar lo “popular” se haya caído en el común exceso de sobrevalorarlo. Soy de los que creen que sí hay música mayor y menor, no solo en la popular en comparación con la sinfónica sino también entre las propias expresiones populares. No importa cómo se quiera pintar, lo cierto es que la distancia entre “Honor a la verdad” (bolero de Troncoso) y “Voy p’allá” (bachata de Antonhy Santos) es enorme. Como es también cierto que la música popular de hoy es una involución comparada con la inmediatamente anterior. Naturalmente, hay una razón social (musical, si se prefiere) para ello. Es una consecuencia directa de la falta de escuelas para el estudio de la música, entre otras razones sociales que no analizo. Hace años que han desaparecido las bandas municipales y, con ellas, las escuelas, en donde cualquier mortal podía estudiarse el Possoli o el Eslava (métodos de aprendizaje) parcial o totalmente y llegar hasta un nivel intermedio de aprendizaje que luego continuaría solo, hasta superarlo.
Entonces no existían escuelas superiores que no fuera el Conservatorio donde te obligaban a enterrar toda “intención impía”, como esa de tocar merengue. De estas escuelas, las de los pueblos y los barrios, se nutrían nuestras orquestas y combos. Ahora bien, las Bandas Municipales (y sus escuelas) son administradas por los ayuntamientos locales y no por el Ministerio de Cultura. Así que ya tenemos a quienes culpar de su desaparición.
Naturalmente, los pueblos no se suicidan (musicalmente) ni que los pongan en el borde del abismo y le ordenen “bailese este sonsito”. Por tal precepto, de la misma manera en que han surgido tremendos adefesios populares, se han buscado respuestas superiores y que regocijan mucho. Hace entre diez y quince años que se puede estudiar un nivel superior de música popular y folklórica en el mismo Conservatorio Nacional que frustró a tantos músicos y cantantes obligándoles a interpretar exclusivamente música “seria”. Forzándoles a estudiar a los “clásicos” para luego de graduarse ni siquiera encontrar dónde ejercer. Con una sola orquesta sinfónica de unos 60 músicos, algo más de la mitad extranjeros y los demás imposibles de mover.
Las cosas cambian y a veces para mejor. Aunque no sea del todo publicitado, ya existen varias orquestas sinfónicas infantiles y juveniles en todo el país y en muchos barrios, dentro y fuera de las instancias públicas que, mucho mejor aún, priorizan los temas nacionales. Y aquellos que prefieren hacer carrera en lo popular, también pueden. No sólo en el Conservatorio, la UASD tiene licenciatura en música.
La Banda Grande del Conservatorio es una muy elocuente prueba de lo que se puede lograr con un régimen adecuado de enseñanza y práctica. Hace apenas unos días que de nuevo les escuché en el mítico escenario de Casa de Teatro. Son unos muchachos muy bien preparados, van desde los doce (un trompetista de esa edad que se perfila genial y un saxofonista de trece que ya se conoce de memoria los difíciles jaleos de Tavito) a los veinte y pico. El más viejo es su director, el muy preparado Javielo Vargas, que supera las tres décadas. Con un repertorio que nos inserta en lo dominicano y nos pone en contacto con el resto del mundo.
De los egresados de la escuela popular del Conservatorio y de la UASD, se han ido nutriendo las orquestas y grupos locales. En poco tiempo, la correlación a favor de la buena música, se impondrá. Sin que deje uno de consignar que siguen haciendo falta muchas otras escuelas de música y la restauración de las Bandas Municipales. Y, aunque he pretendido “sacarle el cuerpo” a tan sensible verdad, quitarle el poder a los “negociantes” seudo-dueños de medios donde sólo programan la música que les deja grandes dividendos. Recordar que todas las frecuencias de AM y FM pertenecen al Estado.