Las crudas escenas en las que agentes federales de Estados Unidos fustigan con látigos a inmigrantes haitianos ilustran de manera descarnada cómo el comportamiento de las grandes potencias posee un discurso en los enunciados y otro en la práctica real.
La caballería de la patrulla fronteriza cargó violentamente contra indefensos seres humanos que, desesperados, han visto en su ingreso a Estados Unidos un alivio a su desesperanza tras recorrer centenares y hasta miles de kilómetros.
La indignación que ha provocado esos sucesos en todo el mundo, particularmente en la sociedad norteamericana, no se remite únicamente a la severidad con que fueron tratados esos inmigrantes. Es que ello contrasta marcadamente con la imagen que desde hace mucho han querido plasmar internacionalmente los gobiernos estadounidenses como defensores de las mejores causas.
Abanderados teóricos de todos los derechos, Washington se erige frecuentemente en parámetro y juez de todas las contiendas, predicando modos democráticos y castigando con exclusiones, siempre conforme un rasero tubular, sesgado al extremo.
El caso haitiano es más que elocuente. Estados Unidos, al igual que otras poderosas naciones, prefiere maniobrar con dádivas que no satisfacen requerimientos mínimos de verdadera solución, mientras derivan el peso de su crisis hacia países como la República Dominicana.
La administración Biden en nada se ha diferenciado de las negativas políticas migratorias de su antecesor, Donald Trump. La masiva deportación de haitianos y el trato vejatorio e inhumano puesto en práctica en las recientes horas con dirección al país más pobre del hemisferio ejemplifica una crueldad sin límites que debe recibir el repudio más contundente.
Haití precisa, hoy más que nunca, instaurar de una vez por todas un eficaz sistema democrático, y con éste, como soporte, consolidar una economía estable que le permita salir del marasmo en que se ha estacado por décadas.
Para lograr que Haití inicie la marcha hacia el progreso anhelado se requiere del concurso de naciones como Estados Unidos. Contribuir a impulsar el desarrollo con inversiones puntuales que generan empleo hace que se reduzcan significativamente el natural impulso a emigrar.
Propinar latigazos no es el mejor modo de proclamar apoyo a los derechos humanos, de lo que suele vanagloriarse con frecuencia Estados Unidos. ¿Por qué no, mejor, propicia un plan de contrataciones para inmigrantes? Es oportuna la hora de que, en esta espinosa materia, Biden se diferencie del mal recordado Trump, que consideraba a los países latinoamericanos como hoyos de letrina.