En 1984 Tomás Castro publicó su primer poemario Amor a quemarropa; un libro que provocó que rodaran por el suelo los tabúes en torno a la iniciación sexual, y dio origen a una perspectiva más abierta sobre el sexo – después de los años 70- entre los jóvenes estudiantes universitarios, en especial de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

Tomás Castro

Tomás elevó al erotismo a ser tema de conversación en las aulas de la Facultad de Humanidades en las cuales se formaron muchos poetas de la Generación del 80. Fue tanto el impacto que causó este libro desde su puesta en circulación, que nadie quería estar callado en los debates incendiarios que se producían en las jornadas sabatinas del Taller Literario “César Vallejo” desde 1979, puesto que él  hizo perder el miedo a la búsqueda delirante del placer echando a un lado el “pudor” impuesto por la tradición decimonónica.

Tomás puso en jaque, y confrontó con Amor a quemarropa, lo que aún persiste en nuestra sociedad de manera hipócrita: la «represión fracasada»   de las Iglesias, y la ausencia de toma de conciencia que no asume el Estado laico en la educación sexual. De manera franca y directa el poeta uasdiano declaraba a quemarropa a los cuatro vientos: «prométeme tu cuerpo/ repasando el mío a distancia». [1]

Tomás Castro forjó lo que se pretende que sea un poeta en la educación sexual: un informador y un formador, y nos dejó claro que, el amor entre dos es un milagro, no un mal; es vida, no muerte; es un sinnúmero de saberes, desde la belleza absoluta; no es confusión, no es sólo atracción, pero cuando se hace pasión se convierte en un enigma, en incógnitas, en asombro, en misterio y en locura, en abyecciones, en paradojas, en un destino incierto, y que se transgrede con violencia o barbarie, sepulcro, obsesión o atrapado en el vértigo.

Fue Tomás el primero de nuestra generación que provocó que se hiciera una toma de conciencia  sobre la «magia sexual», sobre los gestos de Eros desde el sensualismo, con su Amor a quemarropa. Y él lo confiesa diciendo de sí mismo que, es poeta: «En la calle/ en la cama/ en la página/ en blanco. »  [2]

Louis Lagrenee, Amor and Psyche, 1767-1771.

Desde entonces la producción poética de Tomás Castro se festeja, además, porque por encima de cualquier vaticinio, él goza de la gracia de un valor sincero: la amistad. Su obra ha cruzado por todas las murallas de la indiferencia del “canon literario”, ha danzado desde el mito conociendo los ecos de sus versos; ha ido queda, no callada, por el eterno resplandor que deja el trueno. La leemos como si llegáramos a una cita con una arquitectura figurativa, visual y auditiva que es fundacional de un amor que tiene de manera deliberada en la memoria una saga de victorias afectivas.

Un encantador con encantamientos, un hidalgo con la fortuna del Quijote, que asombró a sus amigos y menos amigos con su Amor a quemarropa es Tomás Castro, que produjo la hazaña de que muchos y muchas anduvieran detrás de su libro para proyectarse en sus historias poetizadas.

Quizás su libro fue un “exceso” en su edad de libido, de contemplación, de nocturnas lunas que se atrevían a señalarle cómo conquistar el cuerpo deseado, para que corriera detrás del juego del amor, con aliento, con las manos puestas en el cielo, dibujando -primero en las nubes- repentinas figuras de muslos, de senos, de vientres.

Tomás no es bueno ni malo; es un venturoso poeta que no quiere la soledad sino la protectora presencia de la amada; es quien advierte que jugar a hacer sexo es un momento que no pervierte al amor, que a las buenas es inocente, y a las malas es perturbador.

Mi aventurado hidalgo amigo, Tomás, es un hacedor de lo placentero, de los signos ascendentes, y de los meridianos. Celebra cada estación, el tiempo de las lluvias, y el diluvio de palabras que provoca un otoño sin tormentas.

Portada de la primera edición de amor a quema ropa, Editorial Gente, febrero 1984

Paul Valery ha expresado en Regards sur le monde actuel (1931) que: «El pasado, más o menos fantástico, o más o menos organizado fuera de tiempo, obra sobre el futuro con un poder comparable al del presente mismo. El carácter real de la historia es el de tomar parte en la historia misma. La idea de lo pasado no adquiere un sentido y no constituye un valor sino para el hombre que halla en sí mismo una pasión del porvenir. El porvenir, por definición, no tiene imagen. La historia le proporciona los medios de ser pensado. »

Y es de esta idea que deseo partir para confrontar al pasado con el presente, porque considero que es necesario que ya se re-escriba la historia de la literatura dominicana, para que los caníbales literarios sean devorados por las furias de las profundidades terrenales; para que se le ponga atención a los autores que no se prestan a tramar imposturas por la efímera gloria del reconocimiento colectivo; para que la infamia y las bastardías sean desterradas, para que nosotros mismos no nos prestemos a las comedias, para que la contra-historia derive a la historia-oficial, puesto que no se puede estar de rodillas ante la cultura secuestrada, ni haciéndole el juego a las tramas del poder de las capillas literarias.

Creíase antes -que Tomás Castro escribiera Amor a quemarropa- que solo se podía cantar a la costilla de Eva, y que en el Paraíso Terrenal no era posible hacerle preguntas al demiurgo, y menos alejados de la teología o de los comentarios bíblicos. Creíase que el amor allí era apacible, natural, sin dejar frutos. Creíase que la primera mujer no fue tocada por las manos de Adán, y que él no estuvo ávido de poseerla, sino ella. No obstante, Tomás develó ese misterio en su poema «Negación de la costilla» al decir:

Adán y Eva, manteniendo la fruta prohibida

«Amontono dudas en mí/ cada vez que como marea voraz/ subo por tu cuerpo amplio/ buscándome/ encontrándome/ ese espejo mío que te vuelve desnuda/ / de qué dulce materia está elaborado/ el chorro de humanidad que late en ti/ de qué materia las maravillas gemelas/ que cuelgan de tu pecho/ de qué buena manera desempolvar/ los enigmas/ acumulados en tus pasos sobre el planeta/ reniego a creer que eres la que eres/ por ser materia de una costilla antigua/ no admito esa teoría de huesos/ eres mucho más que la blanca/ acumulación de oseína// pido –desafiando mitos y osamentas- la revisión del primer hombre// miren esta mujer/ tiernamente rebelde/ que se impone más allá del hueso. »[3]

Ávido como Adán, estuvo el adolescente Tomás Castro de Amor a quemarropa; ávido de que Dios le dejara el campo libre, y que las hojas del otoño en lugar de caer verdes, cayeran secas, secas para que ardieran en fuego en el Paraíso Terrenal, aunque la serpiente le mordiera la mano a él, antes de tocar, y hacer que surgieran sonidos de alivio y éxtasis del cuerpo de Eva.

Así las cosas, Amor a quemarropa es un confesionario de los apetitos afectivos-sexuales que incita a las jóvenes a perder la virginidad, o a entregarla a un hombre, alejándola de la pureza, del ideal de que se enseñe aun en este siglo XXI una moral sexual, donde el sujeto femenino sea un simple objeto de placer, dador de placer, y no receptor de placer; lo que impone aun la opresión y represión sexual de la mujer, porque para la Iglesia la «libido» no puede hacerse una fuente de placeres ilícitos y menos en la pubertad. Es por esto que Tomás lanza una flecha, cual Cupido en este poema:

Pablo Neruda

«Ven a la alianza de tus besos/ con los míos/ rehagamos el séptimo día/ sin Eva/ ni Adán (…) hermoso sería nuestro andar/ desvestidos por la tierra (…)/ no descubriríamos nada más dulce/ que poseernos entre árboles/fieras/ cavernas/pájaros// qué hermoso sería/ si la leyenda/ empezara de nuevo con nosotros. »

Génesis II (fragmento) [4]

El arte poética de Tomás Castro está hecha a imagen y semejanza de aquel Edén donde se alegró el corazón de los mortales; se caracteriza por develar cómo puede elaborarse una «religión de Amor» que no torture, que no mate, que no nos rapte, que se haga maravillosa, que no arruine la ternura, que vuelva a ser cortés; que no nos despoje de los dones del querer puro, que sea una canción enunciada con la voz como si fuera un verso.

Creo que, la promesa del amor no es una desventura; es el porqué de quien espera ser escuchado con atención; crece como un árbol y emana la sabia que deviene en admiración. El amor no se descubre por el abandono a la carne cuando los amantes se incendian en una guerra hasta alcanzar la cúspide de la montaña. El amor se escribe en claves, se representa con una flecha; esa flecha ambigua que es, a veces, de plomo, y en otras ocasiones, señorialmente ingenua; que huye del recelo, del daño a la conciencia, que no se rompe en la mirada, y no desequilibra los afectos. Tomás, el poeta, lo dice en este verso: «quizás/ Dios lo ignore/ pero hay/ un ángel escurridizo/ llorando/ la muerte del que/ no alcanza/ nuestras manos. » [5]

Pablo Neruda. Veinte Poemas de amor y una Canción desesperada. Editorial Losada, S. A., 2da. Ed. Bs. As. Argentina, 1947.

Sin embargo, en lo que denominamos “amor”, ese que se erige en los celos, y hasta en la muerte, continúa la disputa del libre albedrío. Son esos “amores” los que se reducen a una enfermedad que obnubila la psiquis, que se oculta en las sombras, que se supone se goza, pero que acaba tirado al suelo con la discordia de la confusión primera.

Esta es la razón por la cual creo en las «claves de lectura», no en la apariencia ligera que se tiene de un verso. ¿Dónde se halla el amor que se alza hacia el cielo, y no se tira al suelo? ¿Dónde se hace sentido, y cuándo se le quebranta su sentido? ¿Cómo suponer que el “amor” no acabará matándonos, aprisionándonos el cuello, o el útero?

Amor a quemarropa, Amor a quemarropa. Es el texto de Tomás Castro que introduce en su generación literaria, que es también la nuestra, el culto al amor reconquistado, con atributos no inquisidores, sino erigido en la sensualidad como un cantar afectuoso, que confía en la palabra como instrumento, como voluntad viva para que la plenitud del ser se alcance desde la suprema existencia.

Pablo Neruda escribió Veinte poemas de amor y una Canción desesperada, en 1924, a los 19 años, y dijo: «Soy el desesperado, la palabra sin ecos, / el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo».[6]

Tomás Castro escribió en Amor a quemarropa, en 1984, a los 24 años: «Esta noche el frío/ le pondrá/ música a nuestros huesos// hará falta fuego/ leña de tus dedos/ frotados a los míos// pondré/ mi aliento sobre tu aliento/ mis manos sobre tus manos/ mis silencios sobre tus gritos/ mis pálpame sobre tus abrázame. » [7]

Y ahora, en voz alta, reflexiono treinta y tres años después de la primera edición de Amor a quemarropa: Sé que vivir privados del amor es ir con la existencia vacía, y de manera fugaz. Sin embargo, es tan difícil que el amor habite sólo en la idea, que se busque sin la caridad ardiente del cuerpo, que no se niegue a su gracia. En mi caso, prefiero el amor intelectual, el que habita en el alma, y es por eso que declaro en este artículo mi amor intelectual a Tomás Castro, afectivo, pero no a quemarropa.

Tomás Castro por Frank Almánzar

 

NOTAS

[1] Tomás Castro Amor a quemarropa (Santo Domingo: Editorial Gente, 1984): 21.

[2] Ibídem, 60.

[3] Ibídem, 12.

[4] Ibídem, 14-15.

[5] Ibídem, 20.

[6] Pablo Neruda. Veinte Poemas de amor y una Canción desesperada (Bs. As. Argentina: Editorial Losada, S. A., 2da. 1947): 41. [Fragmento de Abeja blanca zumbas… Poema 8].

[7] Tomás Castro, Opus citatium, 17. [Fragmento de Temperatura baja].