En mayo de 1958, el profesor y poeta de la generación del 27, Dámaso Alonso comentó tres sonetos propios sobre la lengua española en el homenaje que le dedicó el Gremio de Libreros de Madrid. El poeta recordaba una anécdota de 1929, sucedida en el interior del estado norteamericano de Nuevo México: “Trepé primero por una escalera de mano, vertical; atravesé una azotea; otra segunda escalera vertical; otra azotea, y al fondo de la azotea, una creo que cocina. En la cocina, una india muy vieja, que me dice “Buenos días, señor”, en el más puro castellano”.
Muchos tendrán experiencias semejantes. ¡Esa impresión casi incomunicable que sentimos cuando, tras un largo viaje, casi inhumano, llegan a nuestros oídos nuestras propias palabras dichas con otro acento! Mi primera vez fue en Puerto Rico. Llegaba entonces el avión muy temprano, apenas amanecido. Los trámites aduaneros fueron, como siempre engorrosos. Ya divisaba al fondo la luz poderosa y unas finas palmeras, una vegetación tropical que me hacía pensar en un lugar alejado necesariamente de mi casa. Viaje, encierro, cansancio, vista deslumbrada por una luminosidad extraordinaria, un golpe de calor y de humedad, un abotargamiento. La voz delicadísima me recoge hacia la realidad, una voz que es de las mías pese a ser diferente. “¿Es usted el profesor Urrutia, verdad? Soy Raquel Sárraga”. La cuidadora de los libros de Juan Ramón Jiménez en la Universidad traía toda la dulzura que yo había leído en los textos del poeta sobre la isla de la simpatía.
Si en San Juan de Puerto Rico pude comprender que la lengua española superaba la distancia, si imaginé que en la República Dominicana todo era acariciante, en Estambul fui consciente de que vencía al tiempo.
Tal vez la primera persona con la que conversé largamente gozando de su acento americano fue una joven dominicana. Era compañera mía de clase en la universidad madrileña. Me comentó de sus proyectos, estudiar árabe, pero también me habló de la historia moderna de su país, de sus escritores y sus pintores, de sus paisajes. Yo cerraba los ojos y viajaba por las costas dominicanas en la pronunciación acariciante de Clara Rodríguez Demorizi. Era mi lengua, pero se plegaba a otros ritmos más suaves.
Volví a topar con la emoción muchos años más tarde. Era Estambul y otoño. Un hombre mayor salió a mi encuentro. El bósforo a lo lejos. Me tendió un libro de poemas y me hablo en sefardí. Si en San Juan de Puerto Rico pude comprender que la lengua española superaba la distancia, si imaginé que en la República Dominicana todo era acariciante, en Estambul fui consciente de que vencía al tiempo.
Las palabras del español subirán, volarán, se perderán de vista, traspasarán los años, se envolverán en nubes y en tormentas, correrán con los vientos, jugarán con los sones del reloj, llegarán hasta el fondo y las paredes de los mares y el cielo, volverán en eco, repetidas con acentos diversos, más amables y dulces posiblemente que los míos. Estarán en los labios de largas columnas de hablantes que se sucederán, y en la pluma de escritores siempre alertas para descubrir las novedades que matizan la maravillosa unidad de nuestra lengua. Una lengua tan generosa que se mantiene firme pese a lo poco que solemos cuidarla.