Alfarero celeste:
yo soy un pobre trozo de barro no cocido…
Pero al través del barro pasa mi voz de lluvia,
y la arcilla está blanda para el contorno vivo.
Seré como tú quieras que sea:
ánfora de fino cuello, esbelta y suave,
o una de esas vasijas toscas y sin belleza,
donde a sorbos cansados
bebe calladamente la pobreza…
Alfarero celeste, date prisa,
que un viento de locura
puede secar la arcilla
antes de que tus manos le den la forma pura.
Modélame a tu antojo, hazme como tú quieras,
porque pulida o burda, tosca o fina,
tendrá sobre mi barro la huella de tu mano,
y tu mano es divina…
Alfarero celeste,
date prisa, trabaja!
Yo no soy más que un trozo de barro no cocido;
pero dentro del barro hay algo sensitivo
que late y que solloza, que palpita y que canta;
algo que es como un beso, una rosa o un nido…
Un corazón de sueños se me está muriendo
antes de haber nacido…!
Alfarero Celeste de Carmen Natalia (1917-1976), poema declamado por Maricusa Ornes, cuya voz en off se colocó en la Capilla D de la Funeraria Blandino, luego de la Solemne Misa de cuerpo presente, como inicio de la sentida despedida que le ofrendaron sus familiares y amigos antes de partir a darle cristiana sepultura en el Cementerio Cristo Redentor[1].
He escrito muchas páginas sobre Maricusa Ornes, algunas de ellas para hablar de su trayectoria como artista, en las cuales narré fragmentos de su carrera artística. Todas las redacté con la mayor pulcritud posible, como si trazara una existencia que tenía que ser contada desde el interior mío y del suyo –que compartíamos-, como si se viajara a un pasado donde debía ir levantando el telón constantemente, acto tras acto, para poder descubrir qué representaba ella en el escenario de eso que llamamos el «teatro de la vida.»
Pero estas, de hoy, jamás creí que me tocaría escribirlas, por lo que las llamaré Un testimonio urgente, ya que desbordan mi posibilidad de mantenerme serena y, no dejar de estar abrumada con la garganta atravesada por el desconcierto que trae la angustia ante la partida de una persona amada, amada en demasía.
Siempre que conversaba con Maricusa, ella tenía las respuestas exactas para definir a ese inventario de cuestiones que se llama experiencias o vivencias. Reconocía que sí, que había nacido con una estrella y, que traía consigo una gracia única, y yo, con sobradas razones al escucharla, sabía que estaba de frente a una mujer excepcional, distinta, única e irrepetible y quizás helénica, que bien podía ser musa, deidad o como le decía eterna.
Ahora que estamos aquí reunidos, en el Cementerio Cristo Redentor, ante el misterio de la muerte que nos lleva a una ciudad celestial imaginada, que se hace luz, donde la mirada es visitada por el sueño, sin que nos demos cuenta, porque se viaja a un paisaje de contemplación pura, me pregunto: ¿qué debo decir en este momento ya no como escritora o amiga, sino como la pequeña brizna que soy, de una mujer como Maricusa que estuvo adornada por muchas virtudes, y por una en especial: la facultad de sentir amor y de dar amor.
Creo que el triunfo o la victoria de una persona que se despide se conoce por el ánfora que deja llena de una singular espiritualidad, puesto que sé que para Maricusa –a la hora de su partida- lo importante o trascendente nunca sería el mármol donde se esculpiría su nombre, sino el recuerdo noble que sembraría en las almas de los suyos y de sus amigos, para que creciera como ella hacia el infinito.
Ahora ella duerme, hace el tránsito y, su interior renace y se deja guiar por el Orden Divino; avanza sin otro equipaje que no sea la entrega de sus dones a los demás, inicia una travesía de esplendor distinta a esta, ataviada solo por la belleza de su alma, para habitar no una piel nueva, sino el silencio que se hará su audiencia cuando llegue a orillas de lo intemporal que es un tiempo inalcanzable porque se descubre cuando no tememos dejar de ser un ser vivo.
Maricusa –lo sé, por nuestras conversaciones- tenía la certeza de que morir no es un adiós, ni mucho menos un después, sino un misterio que se hace ceremonia y que nos visita como el símbolo de un final, y que si sabemos esperar cuando se alcanza la longevidad se hace comienzo al amanecer.
Ella sabía que han transcurridos muchos siglos en que la primavera queda herida por el invierno, y que en las llanuras fructifica el trigo, y en las montañas el viento se conjuga y entrelaza con canciones angelicales cuando llega la hora de ascender a la Necrópolis para ofrendarnos a la tierra que se hace morada.
Fueron muchas, muchas veces, que hablamos de este misterio, de ese momento en que la identidad queda marcada por la nada para recibir los tributos de la humanidad y de quienes se hacen nuestros deudos.
Sin embargo, Maricusa se marcha de nosotros con la entera consagración a todo aquello en lo cual creía, con la majestad de la quietud y con el rostro sereno de la dignidad. No obstante, diferente a ella, las circunstancias de nosotros son las presentes: lágrimas, sentimientos, dolor y compresión, puesto que sus huellas se multiplican, se agigantan, para que vayamos por la estela del camino que nos ha dejado como legado.
Bien podría hacer una extensa biografía de ella, o una síntesis de todos sus talentos para entrelazarlos con las nueve décadas de su vida o hablarles sobre su exquisita manera de enseñar, o reconstruir esbozo tras esbozo todos sus éxitos artísticos que fueron cubiertos de aplausos, o contarles sus recorridos por escenarios como si retornáramos a su juventud, pero creo que ella lo que desea es que nos apoyemos unos a otros para que aprendamos a construir la felicidad que ella supo hacer, y la felicidad para los otros que entregó y a la cual dio un valor imperecedero, en especial, a la amistad.
Maricusa Ornes tenía una fuerza extraordinaria de carácter que pocas mujeres transmiten y, que era notoria. Siempre era maravilloso escucharla, porque no solo irradiaba inteligencia por su cultura sino porque, además, sabía cómo cautivarnos para admirarla.
Su universo de vida estaba bendecido. Amó a su madre, a su tía, a sus hermanos, a sus sobrinos, pero en especial a su esposo Jaime Álvarez Dugan, a sus dos hijos Juan Enrique y Ángel Luis, y a sus nietos. Cupo en su corazón gratitud a Dios por tantas bendiciones, porque según me dijo: «Dios había sido excesivamente bueno conmigo»; le había dado un futuro promisorio en cada paso, en cada acción, en cada anhelo, en cada pensamiento con el cual se levantara.
Maricusa, mi adorada Maricusa, en una entrevista publicada en tres entregas que concediera al periodista Pascal Peña Peña, para el diario El Nacional de ¡Ahora!, en junio de 1976, en la sección «Diálogo. URGENTE”, expresó:
«Estoy plenamente satisfecha de la vida… en todos los campos y en todos los aspectos. Primero, en Puerto Rico me siento en la propia casa y después de veinte años de vivir fuera de mi tierra, cuando llego a ella, siento que no he perdido los contactos en lo absoluto, y que me siento en ella como si no hubiese salido un solo día de aquí. Me siento satisfecha de la vida porque cada persona que acude me tiende una mano (…) ¿Qué quiere decir esto? Que la vida me da tanto, y tanto que no puedo más que desear yo que correspóndele a ella.»
Y al preguntarle, si desea añadir algo más, Maricusa responde: -«Puedes escribir que he amado a mi tierra; he amado a los niños; he amado a Dios, que Dios es arte y creación.»
¡Y ASÍ FUE!… Hoy, Maricusa, como ella quiso, le corresponde a la vida, se entrega a la voluntad del autógrafo de Dios expresado en la naturaleza y, retorna a lo que más ha amado: su tierra, donde los árboles se hacen vida misma, para ir por un bosque de madreselvas que harán un escenario cósmico de luz, para ella continuar hacia la eternidad!
Así, finalmente, para despedirla escuchemos este audio del poema «Balada simple de Nochebuena» de la autoría de Carmen Natalia, declamado por Maricusa Ornes, de manera que en esta Navidad renovemos los lazos de amistad y de amor, sí de amor… el amor eterno a quien se escoge amar para siempre, como continuaré sintiendo por ella, hasta que quede en mí oxígeno en mis pulmones.
NOTA
[1] Panegírico leído por Ylonka Nacidit-Perdomo, el miércoles 19 de diciembre de 2018, en el sepelio de Maricusa Ornes (1926-2018) en el Cementerio Cristo Redentor.
Balada simple de la Nochebuena, en voz de Maricusa Ornes: