No hablemos de arrugas ni de nada que me recuerde mi gran miedo; estoy en la edad en que comienza a dolerme desesperadamente mi juventud desperdiciada; creo que pasé por ella sin advertirla hasta el momento en que la contemplé en perspectiva. No, no debo a mi salud el pensar en el viaje eterno; […] Los amigos inteligentes se están yendo, dejándonos a los inútiles en soledad sobre la tierra. Por eso me urge salir; marcharme en busca de caras nuevas, tal vez interesantes, que me sacudan un poco el polvo de lo cotidiano; es mi resto de juventud clamando por un poco de risa en pleno sol.
HILMA CONTRERAS [1]
¿Qué tiempo presente vivimos? ¿Qué hecho inesperado nos estremece y nos aflige interiormente? ¿Cuál es el espanto que debemos sentir cuando “todo”, que no es “todo”, conspira para que no se comprenda que la degradación de los valores contribuye a la alucinación colectiva cuando los “líderes”, con pies de barro, llegan a creerse la fantasía de que sólo el político que se está erigiendo a sí mismo como un “salvador”, a través del inmediatismo-pragmático del poder, y, que según él incide sobre las fuerzas telúricas, es el que va a predominar en la memoria del pueblo?
Este país, cada día se convierte, verdaderamente, en un país onírico y exótico. El “realismo mágico”, no sé por qué no ocurrió, se debió inventar aquí, sobre este caudal hirviente de mentiras, de apretujado destino incierto donde en los tableros de ajedrez, se reconocen como reyes a los que son bocetos de los bárbaros más primitivos o animadores polifacéticos de mítines, cuya única originalidad, a exhibir, es una sonrisa funambulesca.
A muchos dolió la atmósfera de silencio y de estéril indiferencia (inducida desde ciertos sectores políticos) con la cual se pretendió cubrir la partida de un amigo excepcional, como si se quisiera lanzar al olvido el horizonte luminoso de una vida única, irrepetible, y fructífera.
Queda la inquietud de saber, si cuando muere un combatiente por la democracia, que tomó como suya la justicia colectiva, y llevó su ruta y travesía por la existencia como un intenso documento vivo de hazañas, destacándose en la pléyade de quienes realmente tienen jerarquías de héroes, se debe asumir su partida como el cierre de un ciclo donde “los amigos inteligentes se están yendo, dejándonos a los inútiles en soledad sobre la tierra”.
Esta es una sociedad donde, al parecer, una minoría que se cree mayoría, obnubilada por la soberbia del poder, sólo asume como suyo el desmesurado entretenimiento, los alborotos que tras bastidores se convierten en escarnios y, el instinto confiado a la banalidad, porque su voluntad de pensar está inhabilitada. Quizás, ya estamos de frente al tiempo en que este pueblo debe ser re-inventado, re-descubierto, re-generado de sus miserias existenciales, del horror de esa contradicción entre lo justificable y lo injustificable, y de tantas irreflexiones que nos queman la conciencia. Por eso, a veces, o en todas las ocasiones en que últimamente escribo, vuelvo a preguntarme de qué sirve continuar rumiando, cuando alrededor nuestro se padece del abismo que traen las mentiras sublimes del poder.
Realmente, hay hombres que nacen, dentro de una mayoría que es mayoría, para traer el equilibro en un tiempo de guerra y de paz, para escuchar los llamamientos y las alertas de su generación y de las generaciones siguientes, para inspirar a otros con sinceridad en lo que son los actos de valentía, como Hamlet Hermann. Hay hombres que nacen enfermos de pureza, que su propia carne, el cuerpo, se convierte en un exceso de pureza de sus
ideales, como Hamlet Hermann. Hay hombres que no pueden respirar las podredumbres que traen las servidumbres políticas, que no se refugian en el delirio de la “grandeza” de los usurpadores de la historia, que no necesitan de la ideologización del mito, como Hamlet Hermann. Hay hombres que colocan sus vidas al servicio de la historia, y de su pueblo, y que encontramos en el trayecto de nuestras vidas como un privilegio; son hombres hechos para la resistencia, para arriesgarse sin temer a la caída real, a la caída final, o a la caída temporal, como Hamlet Hermann. Estos son los hombres que al cruzar el umbral del tiempo, y luego de las batallas en las cuales fue un acto de honor participar, no conocen del fracaso, como Hamlet Hermann.
Detrás de los próceres, de los mártires de antaño, se han ido amigos para iniciar su viaje a la eternidad; algunos de improviso, otros en el punto intermedio de la víspera del triunfo, porque la existencia le tendió una coartada, una cortada que trajo la ferocidad del mundo, la que pretende ahogar su obra, la que está llena de bastardas excusas, la que rodea a la palabra cuando se pretende sembrar en terreno fértil, y encuentra, aparentemente desprevenidos, a los que cierran los ojos.
La vida -entiendo- está llena de disgustos y dolores; el drama humano es eso: un drama humano donde el instante, el salto a la nada, es lo único que no podemos gobernar; es la única conjetura que no podemos verificar cuándo será, porque viene como una ola en un día, en que no podremos dar el testimonio de nuestra propia agonía, porque caemos en brazos de la hospitalidad de lo desconocido, y entonces, ya frente a la luz, solo podemos exclamar: “Todo lo humano ha desaparecido. Únicamente yo frente al Universo”. [2]
Después que un amigo, como Hamlet Hermann muere, vienen los pensamientos, la quietud taciturno del desconcierto en el alma, las muestras de afectos sin reservas, la noble gratitud a los momentos compartidos, los manuscritos que se escriben para publicarse; parece como si un siglo nos cayera de pronto sobre los dos hombros, como si había una deuda de amistad sincera callada, pero auténtica como una roca, que no habíamos saldado a tiempo.
La muerte ocurre todos los días; lo que no ocurre todos los días es, que la muerte llegue como una cazadora, que su gracia se repose sobre las cabezas, que se deje de ser mortal para encarnar en una partícula cósmica. Cuando un amigo, como Hamlet Hermann muere, nos abate la tristeza; no importa a la edad que muere. Aun cuando se nos adelantara en la partida, la admiración por él se convierte en inspiración, su estadía entre nosotros en un referente, más aun cuando como “Pascal se hubiera adherido al Libre Pensamiento, [y] él para quien justamente la fe escapaba a la razón y que tenía de su Dios un conocimiento absolutamente interior: [exclamará] Dios sensible al corazón, no la razón”. [3]
No sé, verdaderamente no lo sé, si en esta generación en que me ha tocado vivir, irritada por los odios absurdos, se puede suscitar la sabia admiración hacia sus próceres contemporáneos. No sé si los últimos cincuenta años del siglo pasado, por todas las lágrimas vertidas a causa del sufrimiento, nos transformó en una sociedad tan horriblemente insensible, atroz, confundida, arrastrada a la frustración ideológica, a lo lisonjero y lo banal, porque se ha malentendido el concepto de qué es ser un ciudadano.
… Y total, dirá una mayoría indignada, insurgente, desprotegida, en la intemperie existencial: ¿Para qué sirve en el presente el ejercicio de la ciudadanía, si el inmediatismo que traen las alabanzas y la genuflexión políticas suprime la identidad propia, o empuja de manera errática a conocer de esa “identidad” sólo las migajas del clientelismo político?
Esta es una de las razones, por las cuales, la categoría de pensador y filósofo en este país se ha ido por la borda, porque no hay razón que interrogar, y, no hay doctrina que hacer objeto de estudio. La historia actual, vista como un posible huerto o bosque reverdecido, se ha convertido en la costumbre de corromper todas las purezas de las acciones humanas. En verdad, vivimos la época donde la esquizofrenia colectiva se ha hecho una costumbre, un desenfado, o una locura irreconciliable con el equilibrio entre los opuestos.
Es demasiado difícil ahora divagar, confesarse o dialogar entre los iguales; ya no hay asombros posibles, pero nos inquieta el mañana, por eso, al igual que Hilma Contreras escribió, en medio de las turbulencias que le traía el destino, atrapada en esta media Isla: “(…) cada día me convierto más a mi propia filosofía existencialista: quiero a “mi yo” entero, sin hipotecas ni concesiones inútiles o innecesarias. Para mí lo innecesario es lo que empobreciendo mi vida no remedia a nadie vitalmente, o aun, el gesto banal que cualquiera puede hacer y que a mí, empero, me cuesta disgusto realizarlo”. [4]
La muerte de un amigo, como Hamlet Hermann, cuesta creerlo; para algunos creyentes se muere para volver a renacer; se muere cuando se es mártir, prócer, o prohombre, para tener permanencia en el tiempo, para sobrevivir a la mortalidad, aun cuando la muerte se confunda como un arrebato a la vida.
“No hablemos de arrugas ni de nada que me recuerde mi gran miedo; estoy en la edad en que comienza a dolerme desesperadamente mi juventud desperdiciada; creo que pasé por ella sin advertirla hasta el momento en que la contemplé en perspectiva. No, no debo a mi salud el pensar en el viaje eterno; me afectó la muerte –para mí inesperada– de [HAMLET HERMANN]; los amigos inteligentes se están yendo, dejándonos a los inútiles en soledad sobre la tierra. Por eso me urge salir; marcharme en busca de caras nuevas, tal vez interesantes, que me sacudan un poco el polvo de lo cotidiano; es mi resto de juventud clamando por un poco de risa en pleno sol”.
NOTAS
[1]Hilma Contreras, Diario Íntimo, 7 de marzo de 1950.
[2] Hilma Contreras, En el puerto, abril de 1958.
[3] François Mauriac, De Pascal a Graham Greene, (Emecé Editores: Buenos Aires, 1952): 45 [Traducción de Aurora Bernárdez].
[4] Hilma Contreras, Diario Íntimo, 21 de mayo de 1950.