Telefoneé a cierta novelista puertorriqueña instalada en Nueva York, cuyo nombre ahora no importa, para anunciarle mi próxima llegada. Vivía entonces en un apartamento del famoso Empire State Building y me había ofrecido alojamiento, ¿cómo iba yo a negarme? Mi amiga me pidió, por única contraprestación, que le llevase de Madrid una serie de novelas cuya lista me enviaría al día siguiente.

Compré los libros y, al entregárselos, le comenté: “Eres absolutamente bilingüe, sin embargo me pides traducciones de novelas norteamericanas”. A lo que contestó: “Leo lo menos posible en inglés, porque no estoy dispuesta estropear mi español”. Salimos a cenar y, hecho el pedido, le comenté: “Como veníamos hablando tú y yo, te has confundido y le has hablado en español al camarero”, a lo que me respondió: “No me he equivocado, aquí pagamos nosotros y seguro que nos envían a algún camarero que hable en castellano”.

Es preciso que seamos capaces de conciliar el fenómeno de la difusión de la lengua, su extensión geográfica cada vez mayor, con el mantenimiento de aquellas particularidades que, no rompiendo el sistema, permiten a cada uno reconocerse en la lengua común.

Esa defensa militante del idioma propio en un medio adverso tiene algo de heroico, pero es también modélico. Mi amiga llevaba a cabo dos acciones, por un lado protegía la pureza de su lengua, el español con rasgos puertorriqueños, por otro reclamaba el reconocimiento de su importancia internacional. Los lectores tal vez me digan que el español ya ha tomado tierra con fuerza en los Estados Unidos, que poco a poco está desprendiéndose del complejo de ser la lengua de la pobreza. ¿Pero a costa de qué?

Las grandes lenguas internacionales llevan en la gloria de su extensión geográfica la enfermedad de su empobrecimiento. Cualquier lingüista incipiente sabe que el secreto de la lengua radica en la capacidad de significación que ofrece un código ampliamente compartido. Pero ello dificulta también la expresión de lo más íntimo porque, aunque el sentimiento sea individual y exclusivo, la palabra tiene necesariamente que ser comunitaria.

La generalización de los idiomas conduce, pues, a la anulación de las diferencias regionales, a su neutralización, con el peligro de convertirse así en la lengua de todas partes pero, también, en la lengua de ninguna. En la lengua de muchos, pero en la lengua de nadie. Los lingüistas ingleses ya han apreciado que la universalización del inglés lo ha empobrecido: lo habla mucha gente, pero de forma muy pobre, limitando escandalosamente el número de palabras; lo que se denomina el “Atlantic English” es un idioma de tan sólo unos cuantos cientos de vocablos. Y hasta los mismos nativos se han contagiado.

En 1928 publicó Jorge Luis Borges un ensayo titulado El lenguaje de los argentinos. En él decía que, empeñándose en borrar sus peculiaridades idiomáticas nacionales, el hablante sólo obtenía “un español gaseoso, abstraído, internacional, sin posibilidad de patria ninguna”.

Es preciso que seamos capaces de conciliar el fenómeno de la difusión de la lengua, su extensión geográfica cada vez mayor, con el mantenimiento de aquellas particularidades que, no rompiendo el sistema, permiten a cada uno reconocerse en la lengua común. Como decía Borges, debemos huir de un español gaseoso, abstraído, sin posibilidad de patria alguna.