Pekín, China 13 jul (EFE/Tamara Gil).- Los tanques le marcaron para siempre, aquella fatídica noche en la que Pekín decidió usar la fuerza de sus soldados para acallar un masivo movimiento prodemocrático en 1989. Liu Xiaobo, el Nobel chino fallecido hoy bajo custodia, lo vivió como protagonista y nunca pudo olvidar esa masacre.
Escritor, maestro, poeta, intelectual, disidente, Liu (Changchun, provincia norteña de Jilin, 1955) tenía muchas facetas, pero murió siendo, por encima de todo, un alma libre: un ciudadano crítico, sin miedo o enemigos, a pesar de vivir bajo el yugo de un sistema autoritario.
Liu nació en una familia de intelectuales y le tocó sufrir desde temprana edad algunas de las políticas más controvertidas del gobernante Partido Comunista.
Estaba en Nueva York en 1989 cuando se enteró de que miles de personas pedían reformas democráticas en la plaza de Tiananmen en Pekín y no se lo pensó dos veces. Sin acabar su trabajo, decidió sumarse al movimiento y se convirtió en uno de sus miembros más destacados hasta el final de las históricas protestas.
Siendo tan sólo un adolescente, su padre fue enviado a la región de Mongolia Interior para que dejara atrás la vida burguesa y aprendiera del proletariado, durante la controvertida Revolución Cultural impulsada por Mao Zedong.
El joven Xiaobo acompañó a su progenitor y entró en la veintena trabajando como jornalero.
El fallecimiento de Mao, en 1976, le permitió volver a su provincia natal, donde comenzó a estudiar Literatura china y a mediados de los ochenta ya era profesor en una de las universidades más prestigiosas de Pekín.
Al poco tiempo y mientras los líderes chinos debatían hasta dónde llevar la apertura del país, sus provocadoras -y arrogantes, para algunos- críticas y publicaciones se volvieron un referente y comenzó a ser invitado a centros del extranjero.
Estaba en Nueva York en 1989 cuando se enteró de que miles de personas pedían reformas democráticas en la plaza de Tiananmen en Pekín y no se lo pensó dos veces.
Sin acabar su trabajo, decidió sumarse al movimiento y se convirtió en uno de sus miembros más destacados hasta el final de las históricas protestas.
"No podemos permitir un derramamiento de sangre. Debemos irnos", recomendó Liu cuando los tanques invadieron las principales avenidas de la capital para despejar a los manifestantes, según recordaba un superviviente en una entrevista a Efe.
Su negociación con el Ejército para que los estudiantes y trabajadores pudieran abandonar el lugar de forma pacífica salvó muchas vidas, pero Liu no pudo olvidar las entre cientos y miles de personas que fueron asesinadas en otros puntos de la urbe, cuyo número exacto todavía se desconoce.
Sus más cercanos aseguran a Efe que fue entonces cuando el intelectual maduró y se convirtió en un "activista político", de carácter extremadamente tolerante y pacifista.
Su implicación en las protestas le valió su primera condena, de dos años, y en 1996 llegó la segunda, de tres, en un campo de reeducación laboral, donde celebró su matrimonio con su segunda y actual esposa, la poetisa Liu Xia, quien, según afirmó él mismo en repetidas ocasiones, era la luz que siempre le guió.
A pesar de sufrir dos décadas de constante vigilancia policial, el intelectual no abandonó su propósito y ello le valió su última y dura condena, en 2009.
"No tengo ni enemigos ni odio", proclamó en un escrito poco antes de ser sentenciado a once años de prisión por "incitar a la subversión", una condena que estaba cerca de cumplir cuando le excarcelaron en junio por un cáncer terminal y le ingresaron en el hospital en el que falleció hoy bajo estricta vigilancia, sin que las autoridades accedieran a concederle la libertad.
El único crimen que cometió Liu, dicen sus allegados, fue "escribir palabras en un papel" abogando por reformas democráticas.
Se refieren a la llamada Carta 08, un manifiesto político inspirado en la Carta 77 que plantó la semilla de la apertura checoslovaca y que pedía a Pekín respetar derechos que recoge la Constitución, entre ellos la libertad de expresión, pero también otros que no incluye, como el fin de un régimen de partido único.
Liu, a quien se recuerda como una persona tranquila y franca, seguidor empedernido del fútbol y fan acérrimo de Leo Messi, estaba convencido de que el cambio en China vendría de dentro y nunca optó por el exilio, aunque en el pasado se le planteó esa opción.
Su perseverancia por ver una China democrática y libre le hizo ganar el Nobel de la Paz en 2010, un galardón que recibió "entre rejas", como el pacifista Carl von Ossietzky, encarcelado por la Alemania nazi y el último nobel de la Paz fallecido bajo custodia hasta ahora.
Desde la cárcel, Liu lloró al enterarse del premio y se lo dedicó a los "mártires de Tiananmen", sin poder presagiar que, casi treinta años después, él también se convertiría en uno de ellos. EFE