Desde su natal Matibiri, un lejano villorrio de Rodesia del Sur (hoy Zimbabue), la antigua colonia británica, Robert Mugabe inició una tortuosa ruta vital que terminó anclándolo en el poder durante casi cuatro décadas, desde el 1980, y todavía permanece en Harare, destituido pero desafiante, sumergido entre difuntos y miseria.
Ahora bien, Mugabe es la personificación de la metamorfosis hacia lo peor, porque aunque devino en un dictador insólito, lo cierto es que ascendió al poder con un aura de héroe y respetabilidad como pocos líderes de su generación alcanzaron en África.
Como líder de la lucha por la independencia de Rodesia del Sur, lograda en el 1980 frente a Gran Bretaña, Mugabe fue un consagrado revolucionario que ejerció de maestro en remotas escuelas de su país, Tanzania y Mozambique.
Era tal el prestigio inicial de Mugabe que en 1981 la Universidad de Howard, Washington, le otorgó el Premio Internacional de los Derechos Humanos, y en 1987 recibió el Premio ONU por su lucha contra el hambre.
Sin embargo, al filo del 1990 Mugabe creyó descubrir, – y denunció -, una trama de hacendados blancos para derrocarlo; a partir de ese momento, escorado en un reavivado discurso racial y antiimperialista, expropió fincas productivas a miles de terratenientes para repartirlas entre 50 mil ex guerrilleros leales a su liderazgo.
El resultado fue la desarticulación de la economía, la caída de la exportación, la devaluación y, finalmente, el desarrollo de una hambruna sin precedente. Según estadísticas oficiales en Zimbabue el desempleo ronda todavía el 90 %.
Encima de tal miseria, Mugabe construyó un régimen político tiránico, que despojaba a sus adversarios de victorias electorales a la luz del dia, bajo fuego y sangre, como ocurrió en el 2008 contra el opositor Morgan Svangirai y el asesinato de 200 de sus seguidores.
Como sucede siempre con políticos que permanecen demasiados años en el poder, Mugabe se desquició y borró de su mente toda diferencia entre sus pertenencias privadas y aquellas públicas o del Estado. Lo confesó de modo patético en el 2008: “¡Zimbabue es mío! ¡Nunca renunciare!”