Nací en el umbral de los sesenta, década universalmente convulsa. Desde entonces resido en este país con episódicas ausencias. Puedo recordar vivencias acontecidas cuando apenas tenía cinco años. Sin pestañeos he visto correr la vida dominicana de forma aguda, conciente y dilatada.
Nuestra historia reciente ha sido accidentada. En tramos relativamente cortos de tiempo se han sucedido eventos políticos relevantes, sin embargo se mantiene inmutable el reparto de actores. Aquellos que no están, es porque la muerte los ha ausentado.
Desde que nací al día de hoy escucho los mismos nombres en la conducción social y política del país. Hemos cambiado en hábitos de consumo, composición social, acceso y desarrollo de las tecnologías y en expresiones de vida, así como en otras dimensiones no menos trascendentes, sin embargo esa dinámica no ha tenido parecida manifestación en el liderazgo nacional.
Balaguer, Bosch, Peña Gómez, Guzmán, Majluta y Peynado murieron en el ejercicio activo de la política. Cuando a la mayoría les tocó estar en el poder quisieron quedarse. Es posible que si estuvieran, aspiraran; si resucitaran, también.
Con el relevo de la nueva generación política se entendía que ese ciclo terminaría, y que se abriría una nueva forma de entender y hacer la política, más participativa, racional e impersonal. El PLD era la elección paradigmática para dar el salto evolutivo; tenía la plataforma para ese despegue: base ideológica, organización, disciplina y acreditación moral. Una vez en el poder se auto negó y, lejos de hacer rupturas claras y definitivas con ese pasado, lo hizo futuro a partir del mismo caudillismo con rostro joven. El PRD, que tormentosamente había ensayado la alternabilidad en su liderazgo, quedó atascado en los oscuros tiempos, sin capacidad para renovarse. En este momento es una entelequia en desbandada buscando a tumbos una identidad perdida en ese mismo ayer que hoy rescata como marca electoral. La infuncionalidad de esa “organización” es tal que no existe posibilidad de sostener un diálogo de entendimiento humano. Algo definitivamente tribal.
La sociedad dominicana, modelada sobre un protagonismo personalista, ha permanecido encadenada a esa anacrónica concepción. A la clase política no le interesa el cambio de paradigma porque es más fácil llegar por amiguismos, compadrazgos y relaciones económicas a través de un líder endiosado, que por talento, capacidad o mérito. Tal circunstancia ha impedido que gente con visiones más avanzadas o evolucionadas haga carrera política. Ese problema se dimensiona en el presente cuando el Estado ha devenido en fuente generadora de riqueza, soportada por una cultura pecaminosamente permisiva. El liderazgo se instala entonces a partir de los intereses que lo promueven o atan y no para encausar aspiraciones colectivas.
Balaguer, Bosch, Peña Gómez, Guzmán, Majluta y Peynado murieron en el ejercicio activo de la política. Cuando a la mayoría les tocó estar en el poder quisieron quedarse. Es posible que si estuvieran, aspiraran; si resucitaran, también.
En el PLD, partido de líneas duras, el futuro está ya determinado sin muchas amenazas adversas porque los dos líderes han reservado todas las fechas electorales: en el 2016, Leonel Fernández; en el 2020, Danilo Medina y así alternadamente ad infinitum. Siento pena con la juventud peledeísta que busca un legítimo espacio de realización política. Le convendría mejor migrar desde ahora a otra organización que esperar su turno en el siglo XXII, con mucha suerte. En el PRD no hay que hacer elucubraciones: es un fondo de comercio de un solo dueño explotado en base a la agenda política de un empresario. En el recién constituido PRM las cosas están quietas hasta que las cartas se pongan sobre la mesa. Lo único claro en ese “partido” es la intención, visceralmente concertada, de impedir la continuidad del PLD. Fuera de ese objetivo, que tendrá en su momento sus tropiezos, no hay una propuesta meritoria de consideración. Tampoco se conocen las bases de la concentración de fuerzas en el bloque denominado Convergencia y que pretende liderar el coyuntural PRM. Ahí estará presente la intención de revalidar el viejo liderazgo de Hipólito Mejía. Como se advierte, por donde quiera que nos movamos tropezaremos con las mismas figuras agotadas, ajadas y tediosas. Todas con un perfil común: se consideran insustituibles, míticas, eternas y únicas. El resto es una hacienda de imbéciles.
Ese personalismo sustitutivo de las instituciones no es ajeno a la vida social. Un amigo que emigró en 1987 a California me preguntó recientemente si todavía Agripino Núñez Collado seguía al frente de las “concertaciones sociales” y el “arbitrio político”. Tuve que tartamudear para decirle que sí, pero más rubor me causó darle respuesta a la siguiente pregunta: “¿y todavía es rector?” le dije que sí, entonces su reacción fue instintiva: “¿pero cómo va a ser? si la universidad tiene 57 años; él fue vicerrector los primeros siete, y ¡medio siglo después!.. ¿todavía sigue ahí?”. Les confieso que me confinó al silencio más impotente. Es probable que me satanicen por esta ilustración, dada la sensibilidad epidérmica de algunas elites afectas al personaje aludido -esa libertad es herética en una cultura autocensurada- pero justamente ahí reside el problema central de nuestro drama: las instituciones se han personalizado tanto que ya no es posible referirnos a ellas sin mencionar a sus tutores, con el inconveniente, para el observador prudente, de tener que omitirlos, ya que, en ese escenario, las alusiones tienen que ser rebuscadas en una cesta de eufemismos, abstracciones y figuras retóricas. Si ampliamos los ejemplos, veremos proyectado ese cuadro en las esferas gremiales, religiosas y empresariales.
¿Y será que el país no puede funcionar sin tales paladines? No. Creo que ha operado muy a pesar de ellos. Mi crítica no tiene nombres; va dirigida al modelo que ha constituido a esos nombres en íconos insustituibles. Me despierta envidia el retiro digno de estadistas o personalidades de otras latitudes cuando han comprendido que sus capacidades físicas o las circunstancias personales, políticas y legales les imponen o aconsejan diversificar su existencia en otras ocupaciones. El retiro público, en nuestra cultura, es suicidio, anulación o aniquilamiento. Tan viciosa es la distorsión que en las encuestas y sondeos de preferencias políticas se incluyen como candidatos a presidentes en ejercicio, constitucionalmente no elegibles. Si esa posibilidad está legalmente cerrada ¿para qué carajos incluirlos?
Pero hay una realidad subyacente en la consolidación de ese culto personal. Es que ya el líder no se debe a sí, sino a los intereses que lo atan, los cuales no tienen caducidad, fecha de vencimiento ni prohibición constitucional. Los grupos corporativos que han acumulado capitales en los gobiernos de un determinado líder seguirán invirtiendo en su figura, y ésta perderá cada día decisión propia sobre su destino por deberse al armazón de intereses estructurado sobre ella.'
Me despierta envidia el retiro digno de estadistas o personalidades de otras latitudes cuando han comprendido que sus capacidades físicas o las circunstancias personales, políticas y legales les imponen o aconsejan diversificar su existencia en otras ocupaciones. El retiro público, en nuestra cultura, es suicidio, anulación o aniquilamiento.
Mientras más vigencia les demos a esos modelos de autoridad social y política más debilitaremos las instituciones, que por la edad o madurez de nuestro ensayo democrático, ya deberían operar por su propia dinámica. Obviamente esos personalismos esperan aplausos delirantes como presuntos redentores sociales y defensores de la institucionalidad que su propio protagonismo ha anulado. El Estado de Derecho supone un Estado sin nombre que funcione autónomamente.
Por imperativos genéticos, no tengo vocación a la longevidad, a menos que, en su gracia, Dios me premie con medio siglo más. En ese caso, además de viejo, seré el abuelo más aburrido, porque las historias de mi niñez, juventud y adultez estarán dominadas por los mismos personajes. Me parece escuchar las quejas de mis nietos.