Por alguna razón extraña que no alcanzo a explicarme, los solteros sufrimos los efectos de una fuerza que mueve a los amigos a de alguna manera, muy pocas veces sutil, empeñarse en buscarnos pareja o empatarnos con algún otro soltero. Sin buscarlo, sin preguntar y sin siquiera insinuarlo, siempre existe ese interés de alguien más en que uno abandone la soltería y emprenda una relación amorosa o el compromiso. Así, a veces de manera insistente y otras a modo de convencer de que la soltería es el estado civil equivocado.

La cosa empeora cuando se trata de una divorciada con hijos y se perfila casi como desastre cuando la mujer se divorcia y ha procreado un solo hijo. En el primero de los casos, surge siempre el nefasto “tienes que buscarle un padre a esos niños…esos muchachos necesitan una figura paterna”, como si no tuvieran su papá o como si fueron concebidos por obra y gracia de Espíritu Santo. En el segundo de los casos, no falla la gente en pedir a gritos y sin disimulo “tienes que buscar la parejita” o la familia y amigos en insistir en que “uno no es familia…tienes que tener tus hijos…tienes que darle un hermano…” como si tener hijos fuera una decisión colectiva o como en efecto no lo es, resultara tan barato.

Víctima de ese afán por empatarnos y sacarnos de la soltería, le toca a uno lidiar con tantos desaciertos que llega uno a cuestionarse si es que lleva un letrero en la frente o es que luce desesperada por dejar los placeres de la soltería.

Y sí que tiene ventajas la soltería. Miren que no soy partidaria de la soledad, no me gusta ni siquiera para llevar a cabo el trillado encuentro con uno mismo, pero tampoco es para asumirse como una penitencia o un estado del que urge salir. Sin contar con el hecho de que, confirmado de sobra, el amor aunque tarde, llega cuando tiene que llegar.

De aquellos desaciertos, he sido testigo tantas veces de la horrorosa tendencia del “yo tengo, yo soy” que he llegado a la conclusión de que o estoy desfasada en temas de enamoramiento y desconozco como es que se enamoran a las mujeres o los caballeros se han quedado sin recursos y han tenido que echar mano al fanfarroneo extremo.

Las nueve de la noche en un restaurante de moda en el corazón de la ciudad, una cita con El Indicado, que ante los ojos de aquel buen amigo parecía perfecto y que bajo su descripción, ciertamente sonaba casi perfecto. Menos de 15 minutos y ya me había enterado que conduce un Mercedes convertible de alguna clase que no recuerdo; viaja algunos fines de semana a su villa en la montaña en una Land Cruiser de las nuevas; que dicha villa, de la que tuve que ver fotos en su celular, acababa de ser remodelada a un costo altísimo que borré de mi memoria; fuma los más exclusivos cigarros en un prestigioso club de la capital; es amigo de fulano, juega poker con sultano…mientras yo en silencio, del otro lado de la mesa me refugiaba en el vino y me preguntaba de dónde salía todo ese dinero y cómo era posible que del negocio que él exhibía saliera aquella prosperidad. Imposible cuadrar los números.

Sobra decirles que aquella única salida fue un fracaso total y que tuve que hacer malabares para zafarme de aquel pretendiente porque en su imaginario mundo de “yo tengo, yo soy” me tenía comiendo casi comiendo de su mano. Casi dos años después de mi diplomática retirada, escribió para saludarme y repetir la cena y me costó rechazarlo de plano. Dos años más tarde ya no tengo aquella paciencia ni que me descorche una cava gigantesca.

Lo malo, que la práctica parece ser tendencia. Lo peor, que hombres, mujeres y jóvenes echan mano a ese aburrido recurso y se empeñan en impresionar sólo con este método que a la larga resulta insostenible si el sábado descorcha champagne y el lunes no tiene para el café.

No creo que a nadie disguste la comodidad y la buena vida, pero de ahí a escudarse básicamente en bienes materiales para enamorar a alguien, debe ser un fallo mayúsculo tristemente destinado al fracaso inmediatamente se vacíe la cartera.