Un par de décadas atrás, cuando mucho, que un alcalde mandara a matar a un compañero de partido hubiera sido motivo de gran asombro (y, por supuesto, su partido emitía radical condena). Y si algún alcalde desfalcaba el erario, el asombro no podía ser menos (acompañado de algún sonrojo partidario). Hoy, a fuerza de costumbre, en el país del pronto olvido nada causa asombro ni sonrojo, pues esta sociedad, al parecer mayoritariamente resignada a su suerte (razón suprema de la impunidad), está convencida de que aquí nunca pasará nada. Es su derrota. (Mientras tanto, los partidos están en campaña).