A casi un año de habernos vistos afectados por la pandemia y de haber iniciado las medidas de emergencia, sorprende que muchos opinadores, líderes gremiales, políticos y otros, no hayan asimilado que se trata de un proceso largo en el que la clave es el cumplimiento de protocolos, disciplina ciudadana y control de las autoridades para que, al compás de las variables, podamos conciliar mantener la sociedad activa preservando la salud.
Entre los muchos desafíos que hemos debido enfrentar está el del cierre de las aulas en escuelas y universidades, lo que en un país como el nuestro, con bajos niveles de rendimiento escolar, es todavía un reto mayor y podría afectar por años nuestro desarrollo y perjudicar a todos los alumnos no solo en sus capacidades sino en su salud mental.
Organizaciones internacionales, académicas y científicas han llamado la atención sobre los severos impactos de la virtualidad de clases en los alumnos, habiendo reprochado recientemente la directora de la UNESCO que algunos países sigan optando por mantener las escuelas cerradas “aunque existen pruebas contundentes acerca de los efectos del cierre” sobre los niños y de que “cada vez hay más evidencia de que las escuelas no son la causa de la pandemia”, y un estudio de la universidad de Stanford sugiere que el estudiante promedio ha perdido como mínimo una tercera parte del aprendizaje en lectura del año y tres cuartas partes del de matemáticas y que, para las naciones el menor crecimiento relacionado con tales pérdidas, podría producir un promedio de 1.5% menos del PIB anual durante el resto del siglo.
En Europa, una de las zonas más afectadas por múltiples factores como el clima y la edad de su población, las clases se han mantenido en gran medida de forma presencial, con cierres temporales o recrudecimiento de los protocolos conforme las circunstancias.
En los Estados Unidos hay un gran debate sobre el mantenimiento del cierre de las escuelas públicas lo que se estima ahondará las diferencias sociales, dado que en gran proporción las privadas han estado dando clases presenciales, y algunos columnistas han denunciado la cuota de responsabilidad de los sindicatos de profesores que se han opuesto al retorno a clases presenciales utilizando argumentos carentes de bases científicas, como que lo harán cuando el índice de positividad sea menor al 3%.
En nuestro país la ADP sigue negada a que se programe una reapertura escolar presencial y recientemente declaró que llamaba a sus miembros “a continuar impartiendo clases a distancia”, pues muchos se han contagiado del virus, lo que contrasta con el llamado a reclamar presencialmente por retrasos en los pagos apostándose “con calderos vacíos, en la sede y las 155 seccionales”, amenazas a las que el Ministro de Educación y expresidente del gremio puso fin con un acuerdo que les garantizará aumentos salariales futuros, condicionado a que no realicen paros.
Asociaciones de colegios, de padres e instituciones como EDUCA han solicitado una reapertura gradual, y resulta inconcebible que, con las tasas de letalidad menores que tenemos, sigamos cavando la fosa de nuestras pésimas tasas de nivel educativo, mientras otros países de la región lo han hecho gradualmente y otros anuncian planes de reapertura.
Las autoridades han preferido mantener todas las aulas cerradas, privadas y públicas, aunque haya condiciones en muchas privadas para garantizar los protocolos o menores riesgos en muchas provincias, lo que al inicio de la pandemia podía entenderse, pero a estas alturas y a sabiendas de que probablemente la situación continuará hasta finales de año, es inaceptable que, por presiones gremiales carentes de fundamentos y demagogia, se mantenga cerrado todo el sistema escolar, pues no hay mayor riesgo de contagio en las aulas que en los demás lugares abiertos. Como dicen las letras del himno a la escuela, ya es hora de empezar nuestra labor.