En un país tan avanzado y movido como China, no hay mucho espacio para pensar en tristeza. Uno asocia esa bonanza y la estabilidad con la felicidad. El mismo “sueño chino” habla, aspira y promulga la felicidad casi como una política pública.

“Que el pueblo chino tenga mejor vida, que sea feliz”, de eso habla su política, que a la fecha parece haber resultado exitosa.

Un país que exhibe una economía de orden que lo coloca como una potencia mundial y que el crecimiento en todos los aspectos parece no detenerse ni tomar pausas.

Ante tantos avances uno no cree que hay espacio para la tristeza. Desde los detalles más pequeños, como las calles llenas de rosas y granadas silvestres a orillas de las grandes autopistas; el arraigo histórico de su gente con las tradiciones milenarias; hasta la disciplina de trabajo que los adorna, uno entiende que la gente no puede estar triste. Y no es así.

A un grupo de amigos y a mi, nos tocó ser testigos de esa tristeza de la manera más desafortunada y real en pleno Beijing.

Altas horas de la madrugada, saliendo de un bar en un exclusivo barrio el centro de la ciudad, encuentro a dos jóvenes sentados en la acera, uno de ellos llorando, prácticamente hecho un mar de lagrimas. El otro, consolándolo sin éxito alguno.

La naturaleza curiosa del dominicano y el oficio de periodista, que parece ser un matrimonio sin divorcio, me obligó a acercarme y preguntar. En cuestión de segundos, nos dijo su nombre en chino, que no retengo y que no entendí, pero que para los fines de lugar, poco importaba entre tantas lagrimas.

El afán de estos cuatro dominicanos era consolar este muchacho y que parara el llanto. Una situación muy parecida como cuando un recién nacido llora y uno desconoce el motivo, a toda costa lo que uno quiere es que se calme.

Supimos que tiene 21 años, que estaba soltero y que aparentemente no tenía un problema específico que mereciera aquel llanto. Le hablo y le cuento que a su edad, la vida manda disfrute, alegría y desechar preocupaciones. Le cuento un poco de lo que nosotros, todos muy por encima de su edad, hacíamos cuando teníamos sus años. Que nada merece ese llanto.

Por momentos pensamos que aquella escena era producto de una borrachera más, de esas que a uno le da por llorar, pero no. Tampoco lloraba por un amor, cuando le dije que los amores abundan y que ahora es que le faltan corazones por conquistar.

Para nuestra sorpresa, el muchacho lloraba por la vida. Así de simple y tan complicado a la vez. La vida se le hacía tan triste que merecía aquella pena en un contén en pleno Beijing. Aparentemente depresión o pura tristeza, para no especular.

Mis amigos y yo nos miramos, como si aquella respuesta nos hiciera reflexionar. Mi reacción fue pedirle permiso para darle un abrazo, que a seguidas se convirtieron en tres abrazos más. Se secó las lagrimas y terminamos en risas.

No sé cómo van sus días. No recuerdo ni su nombre. Pero guardo la esperanza de que todo haya terminado en bien. Quiero pensar que esa noche, cuatro dominicanos en Beijing fueron puestos con un propósito en ese mismo lugar.

El trayecto de regreso a la academia fue largo y los cuatro tuvimos tema para reflexionar durante muchos días. Como quien busca explicación alguna a la tristeza o como a quien la tristeza sorprende en un mundo que a simple vista parece perfecto.