“Aún en el mismo momento de su muerte, Jesús, el Cristo, el Ungido, el hombre e hijo de Dios por mediación a María, no culpó ni echó en cara a nadie de su situación. No buscó chivos expiatorios. No acusó a nadie en particular, si a las estructuras políticas y sociales en las cuales prevalecían, como hoy prevalecen, el egoísmo, la hipocresía, la injusticia, la negación de la vida”.

Jesús, el Cristo, el Ungido, el hombre e hijo de Dios por la mediación de María, el que fue destinado por el Padre para restablecer la gracia a través del sacrificio de su vida (la Pasión), para ofrecernos la posibilidad del re-encuentro con la esperanza de un “cielo nuevo y una nueva tierra”, “el hombre nuevo” (la Resurrección).

Ése es el verdadero sentido de lo que llamamos la “Semana Santa” o “Semana Mayor”, que cobra sentido en la medida en que reafirmamos la fe en Él, en su vida y su mensaje, y en el compromiso encarnado. Que nació pobre entre los pobres, para desde allí proclamar la Buena Nueva, define el sentido de la vida de quienes le siguen.

Jesús, el Cristo, el Ungido, hombre e hijo de Dios, al que “es difícil acercarse a él y no quedar atraído por su persona. Jesús aporta un horizonte diferente a la vida, una dimensión más profunda, una verdad más esencial. Su vida es una llamada a vivir la existencia desde su raíz última, que es un Dios que solo quiere para sus hijos e hijas una vida más digna y dichosa”. (Pagoda, J.A. JESÚS, aproximación histórica).

Jesús, el Cristo, el Ungido, el hombre e hijo de Dios nos muestra en los momentos antes de su muerte, crucificado, colgado y clavado en una cruz como si fuese un esclavo y criminal, su martirio, su dolor, al mismo tiempo que su propia esperanza. En su muerte y en medio de su dolor, nos ofrece la “presencia amistosa y cercana” de su Padre, todo ello recogido en sus últimas palabras, que aparecen en los cuatro evangelistas: Lucas: la primera, segunda y séptima palabra; Juan: la tercera, quinta y sexta palabra; finalmente, Mateo y Marcos: la cuarta palabra. Lo importante, sin embargo, es que en su conjunto nos resume su ser hombre y Dios al mismo tiempo; tentado, pero al mismo tiempo convencido que no hay marcha atrás.

Murió de esa manera, porque se constituyó en piedra de escándalo al proclamar el proyecto de Dios que llevaba en su corazón, acogido por muchos con alegría, pero con amenaza e irritación por quienes ostentaban el poder del pueblo judío; una minoría de ciudadanos ricos e importantes, algunos de ellos sacerdotes incluso, poseedores de grandes riquezas, y que vivían a expensas del pueblo humilde.

El mensaje de Jesús de solidaridad con los excluidos, su visión crítica de la situación que vivía el pueblo pobre, su combate ante las injusticias, la marginación y el pecado, lo convierten en una persona amenazadora, un “profeta inquietante”, sobre todo al proclamar la llegada del “imperio de Dios”. Esto último, incluso, lo enfrenta al poder romano. Aunque era evidente que la situación se hacía cada vez más difícil y peligrosa para su vida y la de sus seguidores, y que queda plasmada en el relato de las tentaciones y la oración en Getsemaní, la fidelidad al proyecto del Padre, estaba por encima de su propia vida.

Quizás el hecho culmen llevado a cabo por Jesús, para el enfurecimiento de la casta religiosa y su condena, fue cuando acusa y echa a los “mercaderes del templo”: El símbolo más visible de todo cuanto oprime al pueblo, un sistema económico, político y religioso que no agrada a Dios. Ese hecho llevado a cabo en un momento político, social y religioso de gran importancia: víspera de la Pascua Judía, donde se reúnen muchos peregrinos provenientes de las comunidades circundantes, definitivamente lo condenó al arresto, juicio y condena, y posterior crucifixión.

En su conciencia plena de lo que va a venir, no huye, reúne a sus más queridos y cercanos, y los invita a compartir en una cena de “despedida y preparación”, como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios. En esa circunstancia, ofrece su cuerpo en la forma del pan, y su sangre, en la del vino; así puso en evidencia el sentido humilde y fraterno con que se deberá llevar el mensaje. Y en un acto de mayor reafirmación y radicalidad del sentido de la vida propuesto, lava los pies de sus discípulos, en un gesto de total entrega y humildad de servicio a los demás. “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros” (Juan 13:14).

Colgado en el madero, bajo el rótulo irónico con que Pilatos quiso denigrar a Jesús y, con ello incluso, a los líderes judíos responsables de su muerte, INRI (Jesús nazareno, rey de los judíos), Jesús, el Cristo nos deja sus últimas palabras como testimonio desgarrador de su condición de hombre y de hijo de Dios.

Las siete palabras:

  • ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen! (Lucas 23:34). Jesús, el Cristo, en su infinito amor perdona, sobre todo en el reconocimiento de que quienes ejecutan su muerte están presa del engaño, e incluso, la manipulación.
  • Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. (Lucas 23: 43). Como consecuencia de su actitud de perdonar, le da, a quienes deciden cambiar el camino, la esperanza de lo nuevo.
  • ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre! (Juan 19: 26 y 27). En la inmensidad de su amor, no deja sola a su madre, como tampoco al discípulo amado. ¿Cómo entender aquella entrega recíproca?
  • ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mateo 27: 46 y Marcos 15:34). Jesús, aún en la cruz, duda, dando cumplimiento a la Palabra (Salmo 22).
  • Tengo sed. (Juan 19:28). En su doble sentido: la sed real del torturado y posteriormente crucificado, como la sed espiritual como muestra de su entrega.
  • Todo está cumplido. (Juan 19:30). No duda en el reconocimiento de la Misión cumplida, según las mismas Sagradas Escrituras.
  • ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! (Lucas 23:46). Su entrega plena y total a la confianza del Padre.

Aún en el mismo momento de su muerte, Jesús, el Cristo, el Ungido, el hombre e hijo de Dios por mediación a María, no culpó ni echó en cara a nadie de su situación. No buscó chivos expiatorios. No acusó a nadie en particular, si a las estructuras políticas y sociales en las cuales prevalecían, como hoy prevalecen el odio y el egoísmo, la hipocresía, la injusticia, la negación de la vida. Asumió su tortura, crucifixión y muerte como camino de redención. No hay dudas de que la espiritualidad que nos deja tiene que ver con la forma cómo nos relacionamos con las otras personas, con el modo en que amamos al prójimo, que será la expresión misma de nuestra relación con Dios. (Nolan, A. Jesús hoy, una espiritualidad de libertad radical).

Tomo de Nolan, del texto citado anteriormente la siguiente idea para concluir:

“Jesús fue asombrosamente libre. Fue capaz de ponerse en pie y contradecir los supuestos, costumbres y normas culturales de su sociedad. Interpretó libremente las leyes, especialmente las relativas al sábado, y tuvo la audacia suficiente para hacer caso omiso de todas las tradiciones sagradas sobre lo que era puro o impuro. Dentro de aquella sociedad y de su religión, él no tenia ninguna autoridad para hacer nada de eso. Lo que tenía era la libertad personal para hacer la voluntad de Dios, sin que le importara lo que los demás pudieran pensar o decir”. “Era libre para amar sin reservas tanto a los más pobres de los pobres como al joven rico.”

¿No es ese acaso su mayor mandamiento y al cual nos invita hoy y por siempre a vivirlo en todos nuestros espacios y contextos, como testimonio de su entrega?