La primera vez que viajé a México tuve una interesante sensación de pertenencia. Tal vez me tocó vivir por esos lares en otra vida, o tal vez allí resido en un universo paralelo, pero lo cierto es que sentí encajar en ese lugar ajeno mas no lejano, de manera peculiar. Aquella primera vez fue algo tarde en mi vida, en el 2018 para ser específica, y en tan solo catorce días, logré visitar Ciudad México, Taxco, Guanajuato y San Miguel de Allende, todos increíblemente hermosos, pintorescos y con una particular paleta de colores. De hecho, me parece que tras el exquisito arte culinario, esa interesante mezcla de tonos, es una de mis cosas favoritas de aquel fascinante país con marcada historia indígena.
El pasado mes de noviembre fue mi cumpleaños, y tras la temporada oscura que nos ha tocado vivir por casi dos años, sentía la necesidad de aprovechar mi aniversario de vida para conocer algún lugar especial. Decidí volver a México y regalarme un viaje a Oaxaca, ciudad que venía altamente recomendada -de manera bastante acentuada- por los mismos mexicanos.
Cabe destacar que mis expectativas se vieron absolutamente cumplidas. Oaxaca es un lugar con personalidad y estilo propios y por encima de lo tangible, hay algo en el aire que la hace sentir como terreno divino. El porqué queda a interpretación personal, pero lo cierto es que el poder de la ciudad destaca por sus coloridas casas coloniales, su rica cultura artesanal y porque en el tema de la comida, vibra en superlativo.
Xotchimilco resalta en la experiencia. En aquel coqueto vecindario con murales pintados y callecitas montañosas comencé el día de mi cumpleaños en un lugar especial llamado Café Chepiche, con un amplio patio y música en vivo y con un espectacular brunch que incluía chilaquiles, unos jugosos pancakes con salsa casera de moras, un aromático café oaxaqueño y un jugo natural de mandarinas y naranjas que me hizo preguntarme por qué no tomamos jugo de mandarinas en el Caribe, ¡es delicioso!. Aquel fue uno de los desayunos que más he disfrutado en mi vida. Uno de esos en que el entorno va de la mano con la exquisitez de lo que se consume.
Una larga caminata por sus limpias calles nos ayudó -a mi amiga que me acompañó en mis travesías y a mí- a alivianar una de esas “jarturas” que nos hicieron pensar que si moríamos en ese instante, sin duda nos íbamos contentas.
Siempre viajo con agenda flexible y dispuesta a permitir que la ciudad se revele ante mí. Oaxaca lo hizo con encanto y discreción, y nos dejó fascinadas: Mercaditos con ropa, comida, bebidas y artesanía, un paseo al árbol del tule, degustación de mezcales ancestrales, una puesta de sol desde la terraza del restaurante La Pitiona con una panorámica vista del pueblo y del templo Santo Domingo de Guzmán, un delicioso almuerzo o cena de comida mexicana tradicional en
La Popular, rozarse el hombro con turistas muy chic en la Mezcaloteca y la compra de una que otra pieza tradicional de alguna diseñadora local, probablemente por encima de lo estipulado para gastar, pero únicas en su género (y mucho mejor souvenir que cualquier pieza genérica), son algunas de las experiencias a las que les invito se sumerjan.
Como me escribió mi amiga Andrea cuando le pedí algunas sugerencias: “todo está en el mero centro, a distancias caminables.”