En esencia, los orígenes de la Marcha Verde son políticos, y sus reclamos y acciones también.
Ello así porque denunciar y enfrentar la expansión de la corrupción en la administración pública, la impunidad que protege funcionarios peledeistas, el narigón que domina a los tribunales, ministerio público, altas cortes y al propio Congreso nacional hasta convertirlos en un costoso páramo estéril, son los motivos del nacimiento del movimiento verde, y son, también, asuntos puramente políticos.
Ese es un espacio de debate y acción pública que la Marcha Verde, inevitablemente, compartirá – y competirá – con los partidos políticos formales, por lo menos con aquellos que mantienen una línea de crítica al Gobierno y al actual estado de cosas.
Por esa simple razón, el entendimiento a distancia entre ambos agentes de acción política opositora será imprescindible para lograr propósitos comunes y para evitar el despliegue de querellas y pasiones destructivas o, mejor dicho, fratricidas.
En esas perspectivas, la apertura del debate en el Congreso nacional de los proyectos de ley de partidos políticos y del régimen electoral constituye una excelente ocasión para que la Marcha Verde influya – junto a otros sectores y organizaciones – en la aprobación de leyes que, dependiendo de su contenido final, podrían derivar en una reforma política que estrangule las fuentes de la corrupción y la impunidad o, por el contrario, en la legalización y relanzamiento del desorden semidictatorial vigente.
Después de todo, parte de las causas de esos males – ¡la puerta por la que entran los Odebretchs y Joaos ¡ – tienen su origen en el financiamiento delincuencial de partidos políticos y candidatos, así como en la precariedad normativa e institucional del sistema electoral.
En ese sentido, la Junta Central Electoral ha sometido al Congreso un proyecto de ley de reforma del régimen electoral – el mismo que se elaboró bajo la dirección de Roberto Rosario -cuya amplitud y alcance debería ser revisada y actualizada por los sectores progresistas a los fines de empujar la aprobación de una ley que garantice el cierre de toda posibilidad de uso de los recursos del Estado en la competencia electoral, que limite los tiempos de campaña, elimine barreras y discriminación contra partidos y sectores minoritarios, le ponga topes a gastos por candidato y regule equitativamente la publicidad electoral. Nada de eso quisieran aprobar los legisladores morados; solo bajo la presión popular abierta y callejera se lograría.
En momentos en que el Congreso realiza vistas públicas sobre asuntos electorales, los líderes de las masas indignadas deberían – y los militantes de los partidos de la oposición también – actuar con intrepidez y encabezar una viva “visita sorpresa” al Congreso, para decirle, voz en cuello, ¡nunca más al financiamiento ilegal de campañas electorales! ¡Nunca más a la compra cerrada de legisladores para la aprobación de contratos leoninos! ¡Nunca más a la impunidad de los delincuentes electorales!
Los argumentos razonados en las vistas públicas son un elegante e influyente ejercicio que aporta al debate en curso, pero la manifestación pública presencial, masiva y emotiva, es lo único que podría limpiar las cerillas en oídos que llevan 15 años tapados.