“Educar en la igualdad y el respeto es educar contra la violencia”

Benjamin Franklin

Los acontecimientos de la semana pasada en dos escuelas de La Romana y Boca Chica han atraído de nuevo la atención de la opinión pública sobre nuestro sistema escolar y la llamada revolución educativa en marcha.

Estos dolorosos sucesos, sin embargo, no sorprenden a quienes trabajan con la niñez dominicana de los sectores marginados donde los hechos de violencia en niños, niñas y adolescentes o, mejor dicho, la “banalidad del mal”, son desgraciadamente pan nuestro de cada día como lo hemos venido recalcando hasta la saciedad en esta misma columna.

Nuestros niños y niñas no son ajenos al mundo que les rodea y viven situaciones de violencia permanente. Debemos entender que la violencia visible y directa de cada caso específico tiene siempre sus raíces en la estructura social y la cultura en que estamos inmersos.

La violencia privada se propaga como una enfermedad que brota de las familias y, entre otros, tiene un punto de partida importante en nociones muy enraizadas desde hace siglos sobre la familia, la religión o la identidad que se entremezclan con una nueva cultura urbana del subdesarrollo. A esta violencia privada se articula la violencia pública de las escuelas, de las calles, del barrio y del Estado. Se añade a esta situación una desconfianza generalizada en la acción de la policía, señalada por sus exacciones, su colisión con la droga y la delincuencia

Los abusos, los severos castigos de padres y educadores, la violencia intrafamiliar son graves componentes de los estallidos violentos. Son patrones aprendidos y repetitivos: los niños abusados o permanentes testigos de abusos no conocen otro modo de expresión y son más propensos a ser reproductores de violencia. Todavía demasiados de estos actos delictivos en contra de la niñez son mantenidos en secreto  por los mismos lazos familiares o por relaciones de vecindario: sin embargo son ollas de presión que están listas para explotar.

Por dondequiera hay violencia en el barrio: adentro de las casas, en las escuelas, en la pobreza extrema, en los callejones, en el ruido ensordecedor de los colmadones, en la promiscuidad, la falta de luz y electricidad, en la tenencia de armas y los disparos y el roce de la niñez desde la más tierna edad con las muertes violentas: “me dispararon y la bala entró por aquí y salió por allá” dice una niña con sonrisa, “mi hermanita de dos meses murrio quemada en el incendio de mi casa dice otro, no se si mi hermanito lo hizo a propósito, yo no fui,…. pero los vecinos nos ayudaron mucho, me regalaron mucha ropa…”, dice otro dibujando.

Las escuelas no están ajenas a los problemas de los sectores donde están ubicadas. Por esta razón, tomando en cuenta las dificultades particulares de los niños de los barrios más desfavorecidos, estos centros educativos deberían tener un umbral de tolerancia más amplio frente a las problemáticas de sus alumnos. No debemos olvidar que la gran mayoría de los maestros han crecido en el mismo ambiente desfavorecido sin pasar por un proceso realmente formador y analítico de su propia realidad y que todos, al igual que los padres y madres, no toman en cuenta la violencia psicológica y consideran que hay diversos niveles en las pelas y castigos que implementan tendiendo a banalizar la violencia que comparten a diario en sus respectivos sectores.

El aumento del presupuesto para la educación debería permitir aulas menos repletas de niños y niñas, donde se pueda instaurar un verdadero diálogo alumno/maestro,  como tratan de hacerlo en la actualidad algunos maestros que se esmeran por sacar sus alumnos adelante en condiciones difíciles. Debería también posibilitar el desarrollo de acciones de afirmación, con emulaciones e incentivos apropiados, a favor de los maestros capacitados en la nivelación escolar, de psicólogos con especialidad en los problemas clínicos y de aprendizaje, y de trabajadores sociales que rastreen las dificultades humanas y sociales más graves en los sectores sociales donde se sobrevive en las peores condiciones.

No hay varitas mágicas. De lo que se precisa es de amor y empatía fomentados por   políticas centradas hacia el ser humano y por un trabajo tesonero e incansable de la sociedad en su conjunto para  vencer las resistencias culturales hacia una educación  en derechos para que estos no se queden en el papel.